30.9.04
He andado por ahí los últimos diez días, de vacaciones. Algunas de esas cosas que he visto o que he hecho acabarán saliendo aquí. El bloguero es un autómata de un proyecto de digitalización a quien se le ha asignado para volcarla en la red una parcela de realidad analógica.
Así que en los días que vendrán hablaré de un número indeterminado de olas, de un viejecillo con un pañuelo en la cabeza, una roca marina en forma de camello, una ciudad polvorienta y luminosa, pájaros, bares de barrio. Mi lote de realidad, como el que vuelca un capacho lleno de uvas, en la vendimia.
Juan Avellana | 7:03 PM |
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29.9.04
Vosotros, los que visitáis esta página: la mejor noticia de los días de diario.
Juan Avellana | 1:49 PM |
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18.9.04
Avellana: su cuaderno de viaje III
En Antazona vuelan como si no tuviese importancia.
Uno los ve subir, bajar. Charlan un poco, se dan otro vuelo, hasta la orilla del río, del pináculo de la catedral a una terraza. Lo de menos es el vuelo: al cabo de un rato, uno no envidia sus alas, envidia esa manera de ser.
El fantasma de un mensajero golpea de puerta en puerta con una carta en la mano. No se sabe por qué, su destino depende de que entregue esa carta. Al cabo de unos días, nadie le abre.
El arbayán se llama así por la región de Arbay, en Dendia, que es donde se daba este color azul, al menos al principio. En algunas piedras cristalinas, en una especie de pájaros menudos, en el cielo poco antes de caer la noche, si está despejado.
En otra región crece una medusa enorme. Se hincha hasta ocupar el espacio completo del lago, viciosa, ahíta, embebida de toda su agua.
El camino hasta el pozo del Noc se interna en la montaña a través de una gruta natural que se ha ensanchado a mano para que quepa una persona de frente. Los visitantes hacen fila en silencio y en la oscuridad a lo largo del camino, que desemboca en una estancia circular de techo alto, también en tinieblas. En el centro está el pozo.
Cuando te llega el turno, te acercas al pozo, te asomas, y abajo —parece que casi podrías tocarlas con la punta del pie si te descuelgas—, ves estrellas.
Esta gente reza en templos hechos de voces. Los erigen sobre la hierba o sobre lajas de piedra lisa. Terminada la ceremonia, perduran un rato en el aire y se deshacen.
[
Avellana: su cuaderno de viaje II]
Juan Avellana | 1:20 PM |
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15.9.04
1/ Bastaría con que el mundo propendiese un pelín más a la abstracción y yo no sería un inadaptado.
2/ Nunca he querido ser más que nadie. Yo solo quería ser más que yo.
3/ El mundo es inteligible. Pero lo digo como quien proclama una fe.
4/ Estoy aquí, en mitad de mi vida, como un hombre aturdido en medio de un gesto porque de pronto ha olvidado su intención.
5/ Señor, no nos dejes caer / en la soledad.
Juan Avellana | 12:18 PM |
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13.9.04
Supongo que todo el mundo se sabe la historia. Cuenta lo que le pasó una mañana de San Juan el conde Arnaldos cuando iba de caza, con su halcón en la mano. Iba a caballo por el borde del mar —no cuesta nada imaginarlo en la playa— y de pronto ve acercarse a tierra un barco maravilloso, con las velas de seda y las jarcias de lino. Pero lo más maravilloso es el canto órfico del marinero que lo lleva, que la naturaleza atiende: una canción que sosiega las olas, posa a los pájaros calmados sobre la arboladura y atrae a los peces desde el fondo del agua. El conde Arnaldos, seguramente hechizado él también por la virtud del canto, rompe a hablar. Supongo que todo el mundo sabe lo que le dice al marinero. Le dice a voces: «Te lo pido por Dios, marinero, dime qué dice esa canción». Le pide que le ponga en el secreto del canto.
Imaginamos que el marinero se volvería hacia el conde, desde su barco, ya muy cerca de la playa; aunque desconocemos con qué expresión en el rostro, es decir, con qué intención o con qué expectativa, porque no sabemos nada del marinero. Solo que le fue a dar esta respuesta: «Yo no digo esta canción sino a quien conmigo va».
Nada más, desde hace al menos quinientos años. Aquí se acaba esta historia, en su versión canónica. Ignoramos qué hizo el conde, qué comportaba subirse a ese barco, qué precio había que pagar por el conocimiento, si es que costaba algo. Qué haríamos cualquiera de nosotros si oyéramos una canción de maravilla, una mañana, y nos propusieran una decisión incondicional sin saber qué espera al otro lado de la puerta.
Sí me parece claro qué haría yo en caso de ser el marinero: exactamente lo mismo.
[El romance completo, según la versión del
Cancionero de romances sin año:
Romance del conde Arnaldos
¡Quién hubiese tal ventura sobre las aguas del mar
como hubo el conde Arnaldos la mañana de San Juan!
Con un falcón en la mano la caza iba a cazar,
vio venir una galera que a tierra quiere llegar.
Las velas traía de seda, la ejercia de un cendal,
marinero que la manda diciendo viene un cantar
que la mar facía en calma, los vientos hace amainar,
los peces que andan nel hondo arriba los hace andar,
las aves que andan volando nel mástil las faz posar.
Allí fabló el conde Arnaldos, bien oiréis lo que dirá:
—Por Dios te ruego, marinero, dígasme ora ese cantar.
Respondióle el marinero, tal respuesta le fue a dar:
—Yo no digo esta canción sino a quien conmigo va.
Esta y otras versiones conservadas:
http://faculty.washington.edu/petersen/321/arnaldos.htm]
Juan Avellana | 1:49 AM |
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9.9.04
Un poema de Agustín García Calvo
Tú, cuya mano me ha bañado
de un fuego transparente las espaldas,
cuyos ojos en claros naufragios hundieron
algunos principios elementales de mi alma,
tú eres mi patria.
Tú, que no tienes apellido,
que no sé si eres pájaro o si alcándara,
que de todos tus brazos las letras de plomo
cayéndose han ido, como si fueran nueces vanas,
tú eres mis padres
y mi patria.
Tú, que ni tú te acuerdas dónde
tendiste a orear las nubes blancas,
que de tantos amores que tienes confundes
el nombre de todos los días de cada semana,
tú eres mi Dios
y mis padres
y mi patria.
Tú, que tan dulcemente besas
que el cielo bocabajo se volcaba,
y que no se sabía de quién ya la lengua,
de quién la saliva, de puro sabrosa y templada,
tú eres mis leyes
y mi Dios
y mis padres
y mi patria.
Tú, que apacientas calaveras
por las praderas de la verde África
y a los rojos leones les echas de pasto
las rosas de leche de luna de Nuruquimagua,
tú eres mi ejército
y mis leyes
y mi Dios
y mis padres
y mi patria.
Eres mi ejército y mis leyes
y mi Dios y mis padres y mi patria,
y el ejército y Dios y las leyes y todas
las patrias y padres se creen que tú no eres nada:
que no eres nada.
Agustín García Calvo,
Canciones y Soliloquios (1976)
Yo lo he sacado de
Centuria, una curiosa antología de poesía en español del siglo XX, de Visor, el año pasado.
Juan Avellana | 9:07 PM |
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7.9.04
Todo está lleno de estrellas
Los niños vienen bendecidos por un don innato para la generación de reglas y modelos. Jugar: jugo; sueño: sueñar. De ese modo van ensamblando las piezas del plano de la realidad, labor que culmina en la adolescencia, cuando —mientras que el interior es innavegable— el universo exterior concluye en un modelo cristalino sumamente sencillo.
A partir de ahí, la historia de la edad es la de una inteligencia que se abre a la inhumana complejidad del mundo.
«Todo está lleno de dioses», dejó dicho Tales, el primer filósofo, y nadie sabe muy bien qué quería decir exactamente con eso. Es bonito figurarse que sólo expresaba su asombro.
Juan Avellana | 6:55 PM |
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4.9.04
Albert Camus deseaba la justicia; a la vez, era consciente de los crímenes cometidos en su nombre. Así que expresó de este modo la quintaesencia de las elecciones morales: «Yo creo en la justicia, pero defendería a mi madre antes que a la justicia». Desde ahí se empieza.
No hay ninguna razón abstracta que pueda obligar a un hombre a matar a unos niños en una escuela secuestrada, y una vez que ese hombre lo ha hecho, entonces no hay ninguna disculpa abstracta que lo libere de la carga del más espantoso de los crímenes que se pueden cometer contra la más indefensa de las víctimas. En los días que vendrán oiremos cómo unos y otros contextualizan los hechos, cómo se buscan causas, cómo se intenta explicar, cómo se reparten responsabilidades y culpas. Pero nada de eso podrá aligerar el peso del horror de la culpa que cae sobre cualquiera de esos hombres que se han cubierto de bombas y han secuestrado una escuela llena de niños.
Porque en el fondo, todas esas explicaciones nada tienen que ver. O sí, pero son escolios, marginalia. El culpable es un hombre. No sirve la obediencia debida. No le sirve al torturador que obedece a sus superiores jerárquicos ni tampoco al que obecede el mandato de su patria, o el de Dios, o el de sus muertos que reclaman venganza. El mal en estado puro no puede llamar en su disculpa a ningún mal anterior.
Ninguna colectividad diluye el tamaño de la culpa sobre los hombros de un hombre que ha decidido entrar a propósito en una escuela cubierto de bombas. Si no entendemos eso y a partir de ahí organizamos el universo moral, estamos perdidos.
La moral puede llegar a ser una asignatura compleja, pero en el último de los casos nos queda Camus: «Yo creo en la justicia, pero defendería a mi madre antes que a la justicia». Nada puede obligar a un hombre a atacar a su madre. Ni a matar a unos niños. Desde ahí se empieza.
Juan Avellana | 4:17 AM |
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1.9.04
La señora Julia tiene una habitación para las luces. Está forrada desde el suelo hasta el techo con baldas de madera oscura sobre las que se alinean las luces en frasquitos de cristal, dispuestas por lugares o por épocas. Una mañana en la playa después de la guerra. Biarriz, una tarde de junio. Muchas en el campo, en verano; resplandores tras la ventana de la escuela; farolas; la luna.
La habitación es un antiguo vestidor; las luces tiemblan en la penumbra como llamas de agua. La señora Julia ha perdido mucha vista con los años. Entra en la habitación andando despacio y cada vez debe acercarse más los frascos a la cara.
Juan Avellana | 9:32 PM |
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