Llamar a las cosas por su nombre
y que vengan.
y que vengan.
En la barra de un bar de copas, a las dos o las tres de la mañana, una voz dice: «Yo era un veterano de guerra hasta que me enamoré».
Toda esta península hasta el golfo de Sirma está habitada por pueblos de raza augina, entre los que descuellan los revos y los busos, malquistados por la religión. Inusualmente, esta diferencia puede resolverse en términos racionales, ya que los desencuentros cosmogónicos arrancan de una distinta estimación de la precesión equinoccial de la Tierra. Un viajero imparcial podría sentirse impulsado a concluir la disputa por vía de demostración matemática; podría componer con sus cálculos un memorial y atosigar con él a las autoridades religiosas y civiles de ambas tribus, subirse a un plinto en el ágora y aventar su razón a voz en cuello; pero se desgañitaría en vano, puesto que está instalado en el error y ha escogido seguir el procedimiento incorrecto.
El procedimiento correcto de demostración matemática requiere, en primer lugar, quebrar las líneas de la hueste contraria, que la larga hoja de la lanza haga saltar los dientes de los héroes y que sus rodillas se doblen sin vida. Hecho esto, hay que tomar la ciudad. Una vez que los supervivientes en fuga se han dispersado por los montes vecinos, es preciso incendiar los templos de los dioses, aplastar las estatuillas de los lares, arrastrar los estandartes por el barro, entrar en la oscuridad de una cueva sagrada de la ciudadela y hallar al daimon que anima en lo hondo el ser de la ciudad. En el momento que el hierro se entierre en el corazón del demonio y éste se desvanezca, en ese instante un velo de ilusión y embotamiento comenzará a desprenderse de los ojos de las gentes de la ciudad vencida, ante los cuales empezará a resplandecer, para unos primero, para otros más tarde, la clara evidencia de la razón matemática.
En la clase de lengua y literatura, en primero de ESO, los deberes de los niños consisten en imaginar variaciones contemporáneas de los cuentos que les contaban cuando eran más chicos. Hoy, a la clase, además del profesor y los alumnos, ha venido una aspirante a profesor que está haciendo sus prácticas.
El profesor: A ver, Fulano, ¿y tú?
Fulano (niño de doce años): Yo... Es que..., es que cuando era pequeño mi padre no me leía cuentos para dormir. Me leía libros de Schopenhauer.
El profesor (con dulzura): Y te dormías ¿verdad?