Una casa

Por el país de Calomán, de grandes llanuras dedicadas al cultivo del trigo, anda un hombre cuya vida se justifica mediante la narración de un viaje. Esta especie de derviche errante llega caminando a una aldea, se sube al atrio del templo, a un pedestal derruido o al pilón de la fuente, y cuando ve que se han congregado suficientes vecinos a mirarlo empieza a contar que en una isla lejana, cruzando el mar, que está pasando aquellas lomas, muchas leguas más allá, dejando atrás las mesetas del continente y las grandes montañas que las cercan, en aquella isla lejana hay una Casa. Describe su fachada de piedra pálida, tersa como un melocotón o como la piel de un niño, sus vidrios coloreados, la armonía de sus proporciones, la perfección de su fábrica, sus columnas con incrustaciones de marfil y oro, el arte con que están talladas las figuras en las aéreas hornacinas, las aves que vienen a posarse en el álabe del tejado y todo lo demás que la constituye y rodea, sin olvidar la brisa, los rostros arrobados de los viajeros, el bosquecillo de abedules, las nubes radiantes, el río cercano y un resplandor de sublimidad inaprensible que nimba la Casa y que mueve a los viajeros a mirarse unos a otros con beato asombro por vía de corroboración, como diciéndose: «No lo veo sólo yo, no estoy soñando».

En la aldea, los congregados escuchan el relato del hombre en un silencio maravilloso. Pueden hacerse cuenta de que exista una Casa tal, e inclinan lentamente la cabeza arriba y abajo porque ese conocimiento los ilumina y los mejora. La Casa se suma al número de las cosas que componen el mundo; y cuando uno echa cuentas de lo bueno y de lo malo, de lo que hay y de lo que no hay, es motivo de felicidad que sobre esta tierra haya algo tan hermoso, tan lleno de gracia e inmotivado.

Ingenuidades

El otro día visité la capilla de un rey medieval. En un momento dado, subía por una escalera estrecha como el ancho de mis hombros, con la mano sobre las piedras del espigón, y pensé: «Mira, si es como en las películas», porque la rudeza de la mampostería era como el cartón mal hecho. Cuando conocí el Museo de Pérgamo, en Berlín, que contiene el Altar de Pérgamo y la mismísima puerta de Istar de Babilonia y otras asombrosas maravillas, recuerdo cómo miraba yo las túnicas plegadas de los héroes, las ondas del cabello clásico, los tendones retorcidos de los combatientes y los ladrillos lapislázuli y ocres y los toros y dragones de Mesopotamia, y descubrí que eran verdad. Quiero decir que esa iconografía convencional de la Antigüedad que atraviesa a los prerrafaelitas como a Indiana Jones había nacido, a fin de cuentas, en el mundo real; que las invenciones de nuestro ensueño colectivo no eran de la pura imaginación sino de la memoria.

Y hace no mucho iba en un autobús nocturno hacia el sur viendo brillar la luna sobre los campos solitarios y me dije, con toda sinceridad —lo tengo aquí apuntado en el cuaderno—: «Así que aquí está la luna mientras yo vivo en Madrid». Sé que son pensamientos infantiles: que yo pase meses en la ciudad sin ver nunca la luna no quiere decir que la luna no exista porque yo no la vea. Es pueril, y sin embargo personas crecidas, como yo mismo, hemos llegado a creer con toda seriedad —ahora, con toda seriedad— que el mundo real consiste en las cosas que vemos cada día y el resto es ficción. Pero es así que hay mujeres hermosas y hombres valientes, hogueras aromáticas, torres de luz, ciudades bajo la luna, trenes de hierro, amantes como dioses, dichas, desdichas, sacrificios y puentes que se pierden en la niebla. Los anuncios de perfume y las películas y todos nuestros sueños están construidos sobre un mundo, verdadero como esta tarde de domingo, que existe, he sabido, incluso cuando uno no lo vea.

De aquel amor

De aquel amor, ¿qué ha sido?
Ha sido, me digo,
una vida que merece ser contada.

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