Una casa
Por el país de Calomán, de grandes llanuras dedicadas al cultivo del trigo, anda un hombre cuya vida se justifica mediante la narración de un viaje. Esta especie de derviche errante llega caminando a una aldea, se sube al atrio del templo, a un pedestal derruido o al pilón de la fuente, y cuando ve que se han congregado suficientes vecinos a mirarlo empieza a contar que en una isla lejana, cruzando el mar, que está pasando aquellas lomas, muchas leguas más allá, dejando atrás las mesetas del continente y las grandes montañas que las cercan, en aquella isla lejana hay una Casa. Describe su fachada de piedra pálida, tersa como un melocotón o como la piel de un niño, sus vidrios coloreados, la armonía de sus proporciones, la perfección de su fábrica, sus columnas con incrustaciones de marfil y oro, el arte con que están talladas las figuras en las aéreas hornacinas, las aves que vienen a posarse en el álabe del tejado y todo lo demás que la constituye y rodea, sin olvidar la brisa, los rostros arrobados de los viajeros, el bosquecillo de abedules, las nubes radiantes, el río cercano y un resplandor de sublimidad inaprensible que nimba la Casa y que mueve a los viajeros a mirarse unos a otros con beato asombro por vía de corroboración, como diciéndose: «No lo veo sólo yo, no estoy soñando».
En la aldea, los congregados escuchan el relato del hombre en un silencio maravilloso. Pueden hacerse cuenta de que exista una Casa tal, e inclinan lentamente la cabeza arriba y abajo porque ese conocimiento los ilumina y los mejora. La Casa se suma al número de las cosas que componen el mundo; y cuando uno echa cuentas de lo bueno y de lo malo, de lo que hay y de lo que no hay, es motivo de felicidad que sobre esta tierra haya algo tan hermoso, tan lleno de gracia e inmotivado.