Agosto y las ciudades
Ahí están las señales que anuncian la declinación del verano, a mediados de agosto, pero el sol rojizo sigue sofocando las aceras y la ciudad está vacía. Las avenidas se alargan en los atardeceres con un sosiego irreal; el que está solo camina por una ciudad desnuda, pura, de huesos geométricos, extraña y evidente como la arquitectura de un sueño.
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La calle se llama Andrés Gómez Pingarrón en honor de un animoso artista local. Y ese quién era. Que la llamen calle de Huckleberry Finn, por el amor de Dios.
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Hay una clase de melancolía que consiste en mirar todas las cosas con anacronía: como si su tiempo ya hubiese sido o como si estuviera, allá a lo lejos, por ser. Mirar las cosas como si se viesen pasar por el andén de enfrente.
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Escribir chorradas es un derecho humano, me digo. Lo censurable es escribirlas con tonillo.
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Una mañana estaba sentado al sol en un patio, tomando el café del despertar, y me sobrevino unos de esos recuerdos vívidos de la infancia. Quiero decir una de esas regresiones que no son una evocación sino un fugaz volver a ser, como un relámpago. Recordé cómo vivía en la seguridad metafísica: yo era y el mundo era en toda plenitud, sin duda, sin la imaginación de una duda, sin merma. Algo tan grande y vuelvo al café y al sol y al patio y lo he perdido.
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Ni siquiera el amor, que todo lo puede, puede asegurar lo que será. El amor asegura lo que es, que ya es bastante. Dicho de otro modo: al amor le preguntas «¿serás?», y has de oír que grande, el verdadero amor, te contesta «soy». Como respondería un mortal.
Esa cosa tremenda crees haber aprendido sobre el amor, con los años.
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Ocurra lo que ocurra, debería conservar siempre una voluntad hermosa. Que no se me olvide.
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Paso unos días en mi otra ciudad. Veo que se lleva pintar las casas de color mierda. Mierda claro, mierda oscuro, albero mierda, verde mierda, rosa mierda, y así. Qué curioso.
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Voy a visitar a Paco y a Rosario. Echo la tarde sentado en su salón a oscuras y ellos me cuentan sus cosas y yo los veo ahí, cercados por la enfermedad y las circunstancias, como si achicasen agua de una barca vieja. A primera vista parece una pelea trágica, sin esperanza. Pero no, es épica: es como pelean los defensores de la ciudad sitiada, por un deber natural, sin hacer cuenta de la esperanza. Morir matando. O, con más propiedad, morir viviendo.
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Hace años que mi madre tomó la costumbre de venir a despedirme al bus, a la estación. Ella me dice adiós con la mano hasta que dejo de verla; el bus da media vuelta a la estación para enfilar la rampa de salida, y ahí junto a la rampa está mi madre ahora, adiós, adiós. Siempre hacemos lo mismo.
Pero esta vez el autobús se detiene por algún motivo y yo la veo de espaldas, toda apresurada, atajando por los andenes para salir a tiempo al otro lado. Así que esta es la tramoya secreta que hay detrás del cariño, madre. Adiós, adiós, hasta pronto.
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A finales de mes, a la ciudad empieza a volver el movimiento, como revive un brazo que se había dormido. Esta noche, en la Plaza del Ángel hay luces de colores tras los cristales, un saxofonista, grupos de amigos en las terrazas, paseantes, unos jóvenes que charlan con un negro que vende sus cuadros en la calle y ríen. Sopla una brisa caliente y la ciudad me parece perfecta, y la vida también, por un instante.
Esa manera de mirar melancólica es propia de cierto tipo de fotografía, o de fotógrafos, y creo que todos la hemos practicado, poco o mucho.
El otro día mi mujer marchaba en autobús, y yo me quedaba en el andén. Ni ella ni yo vamos mucho en autobús, pero me acordé de tu madre, y de ti.
Esas regresiones de las que hablas creo que se dan a partir de cierta edad. Ahora ya me parecen normales pero cuando comenzaron, hace ya un tiempo, no sabía cómo tomarlas.
Creo que escribes muy bien, y escribes sobre lo importante.
Publicado por: Jose Luis Ríos | 10 noviembre 2015 en 06:47 p.m.
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La de cosas que han pasado desde este post. Hacía mucho que no lo recordaba, salvo ese párrafo sobre las despedidas de mi madre, que me vino a la cabeza hace muy poquito, justo el mes pasado. Estaba malucha, así que no bajó a despedirme, y me acordé mientras el autobús daba toda la vuelta a la estación.
Te agradezco tu opinión; es algo que me anima mucho. ¡Y que vengas a decírmela!
Publicado por: Juan Avellana | 10 noviembre 2015 en 11:12 p.m.
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