Avellana. Su cuaderno de viaje VIII

Un invierno, Avellana se aleja por la llanura cubierta de nieve; un bulto oscuro cada vez más pequeño que se pierde entre la cellisca que se levanta allá a lo lejos, y deja de verse.

Pasa el tiempo; Avellana vuelve tras un largo silencio. Qué ha vivido, qué ha conocido en ese tiempo, no se sabe. Quizá un monasterio en una cumbre desnuda, donde hombres de cabeza pelada recitan murmullos al viento, se alimentan de escaramujos y yerbas y beben sopa fría; quizá haya invernado en un cobertizo que la ventisca hace crujir, comiendo día tras día carne monótona en salazón y durmiendo espesos sueños repletos de recuerdos; quizá haya encontrado flores de cristal en una caverna de paredes fosforescentes, un río subterráneo con venas de un fulgor pálido y unos huesos arcaicos a la entrada; quizá haya llegado a creer que podía vivir para siempre en una aldea de troncos ahumados y nieve barrosa pisada por las cabras, al costado de una mujer rubia y silente; o que haya gastado todas esas tardes en la taberna de un puerto gris donde los aparejos de los barcos se deslíen bajo una lluvia fina; o instalado en una casa de huéspedes, en una ciudad pequeña, junto a la estación, tumbado en una penumbra helada desde la que se oyen, taciturnos, los trenes.

Podría haber sido cualquier cosa; pero lo que es es un silencio blanco, sin límites, peor que cualquier otra.

 

[Avellana: su cuaderno de viaje VII]

« España |Navidades, España, 2009 »

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