Esto no es Esparta
Un día entre 15 y el 22 de mayo de este año, en medio de la multitud de la Puerta del Sol vi un hombre con una pancarta que decía: «This is Sparta». «Esto es Esparta»: se refería a aquella escena de 300, famosa hace cuatro o cinco años, que retrata la determinación espartana de plantarse frente al poder omnímodo del emperador de los persas. Entendí la broma, sí; pero no, aquello no fue —esto no es— Esparta.
No mucho después de vencer juntos a los persas, los atenienses y los espartanos feroces de la película entraron en guerra, los dos pueblos griegos más opuestos por su forma de vida y de gobierno.
Al cabo del primer año de la guerra, Atenas celebra los funerales por los que hasta entonces han caído. Le corresponde hablar al ciudadano Pericles, el primero entre los atenienses. Y él, para que se entienda bien por qué han muerto esos hombres, dedica su discurso a describir la ciudad en que viven, ya que eso dará la medida, cree, del valor de su sacrificio.
Este discurso, tal como lo refiere Tucídides, es una pieza fundamental de nuestra cultura y todavía hoy resuena como si fuese nuevo:
Tenemos un régimen político que no emula las leyes de otros pueblos, y más que imitadores de los demás, somos un modelo a seguir. Su nombre, debido a que el gobierno no depende de unos pocos sino de la mayoría, es democracia. En lo que concierne a los asuntos privados, la igualdad, conforme a nuestras leyes, alcanza a todo el mundo, mientras que en la elección de los cargos públicos no anteponemos las razones de clase al mérito personal, conforme al prestigio de que goza cada ciudadano en su actividad; y tampoco nadie, en razón de su pobreza, encuentra obstáculos debido a la oscuridad de su condición social si está en condiciones de prestar un servicio a la ciudad. En nuestras relaciones con el Estado vivimos como ciudadanos libres y, del mismo modo, en lo tocante a las mutuas sospechas propias del trato cotidiano, nosotros no sentimos irritación contra nuestro vecino si hace algo que le gusta y no le dirigimos miradas de reproche, que no suponen un perjuicio, pero resultan dolorosas. Si en nuestras relaciones privadas evitamos molestarnos, en la vida pública, un respetuoso temor es la principal causa de que no cometamos infracciones, porque prestamos obediencia a quienes se suceden en el gobierno y a las leyes, y principalmente a las que están establecidas para ayudar a los que sufren injusticias y a las que, sin estar escritas, acarrean a quien las infringe una vergüenza por todos reconocida.
(...)
Amamos la belleza con sencillez y el saber sin relajación. Nos servimos de la riqueza más como oportunidad para la acción que como pretexto para la vanagloria, y entre nosotros no es un motivo de vergüenza para nadie reconocer su pobreza, sino que lo es más bien no hacer nada por evitarla. Las mismas personas pueden dedicar a la vez su atención a sus asuntos particulares y a los públicos, y gentes que se dedican a diferentes actividades tienen suficiente criterio respecto a los asuntos públicos. Somos, en efecto, los únicos que a quien no toma parte en estos asuntos lo consideramos no un despreocupado, sino un inútil; y nosotros en persona cuando menos damos nuestro juicio sobre los asuntos, o los estudiamos puntualmente, porque, en nuestra opinión, no son las palabras lo que supone un perjuicio para la acción, sino el no informarse por medio de la palabra antes de proceder a lo necesario mediante la acción.
(...)
Tratad, pues, de emular a estos hombres, y estimando que la felicidad se basa en la libertad y la libertad en el coraje, no miréis con inquietud los peligros de la guerra.
Tucídides, Historia de la Guerra del Peloponeso, Libro II.
Las palabras de Pericles expresan lo que los atenienses querían ser; lo que quiséramos ser nosotros. Me da mucho placer copiarlas aquí, esta tarde de julio soleada y fresca junto al mar Cantábrico.
(Juan José Torres Esbarranch las puso en castellano para la Editorial Gredos).