Felicidad
Salgo a mirar mis plantas bajo el cielo de mediodía. Las miro con la inocencia típica de un hombre de ciudad. Están rompiendo a crecer por sus costuras. Los filos tiernos de las hojas, las flores minúsculas, el verde quebradizo de los tallos nuevos, que empujan como un surtidor. Son tan hermosas que conmueven. Sin porqué, como una música: son una forma en medio del aire.
A uno le tienta pensar que esta pequeña felicidad ordena el mundo; pero un mundo en el que algunas felicidades vienen a aliviar otras tristezas —un mundo de suma cero— parece más que nada una resignación.
Está, en cambio, la belleza. La belleza, que ha aparecido en el contacto de mi sensibilidad con la cosa, es pura ganancia. Ella, de la que soy un paso, es un bien que antes no estaba.
Yo soy una condición de la belleza. Quizá sea ese el orden del mundo. No me parece mal.