Un árbol en agosto
Durante la estación fría, este cerezo parece un triste palo tortuoso; por la primavera, en cambio, es un árbol modestamente bello, con sus anchas hojas de verde vivo. Unos días cada año trae una menudísima felicidad, tan fugaz que hiere.
Desde mediados de mes el cerezo da señales de descaecimiento. El verano mismo, este que lo agobia, pierde la luz a chorros por una herida. Es tan corto el esplendor que uno acaba echando cuentas: aquí peso la belleza, aquí pongo la pena. Y sin embargo, ese cálculo no pertenece al mundo del cerezo, el sol o la primavera; es, digamos, propio del que vive en un concepto.
Una mente da forma a la idea de la vida de un hombre con fragmentos que saca del recuerdo y sucesos que sabe que están por venir; levanta en el aire ese artefacto y lo mira. Se pone a comparar unas partes con otras: lo que fue con lo que será; la primavera de los quince años con un día de noviembre de cuando sea viejo; la semilla con la flor con el fruto con el árbol. Pero el presente no es una idea, no es una imagen. El presente es lo que es; al presente no se le puede comparar con nada. Hacer un balance de penas y flores es mezclar cantidades heterogéneas.
Ahora bien, yo no sé en dónde le corresponde vivir a un hombre. Si en el mundo del cerezo, el sol, la primavera, o en otro.