La ciudad inmutable

En la ciudad pequeña donde crecí la gente no se maneja por la ciudad tal como es, sino como debería ser. «He visto a tu hermana por la cuesta donde estaba el Diario», dicen, o «he aparcado detrás de lo que era el Instituto»; o hablan de direcciones postales largo tiempo perdidas: la acera del Correo, la calle del Martillo. Ven la ciudad como quedó cristalizada un día de juventud, preservada del tiempo y de la lluvia: la ciudad verdadera de la cual esta otra de ahí es un accidente, una contingencia que se monta y se derruye al buen tuntún, como una construcción de niños.

Cierran la estación de la Continental y primero se usa de garaje; luego ponen un cine, un supermercado; después, durante años, es un solar cubierto de cascotes donde crecen los abrojos; por último levantan una torre de oficinas blanqueadas, en la ciudad de tierra. Pero en la ciudad sin tiempo la estación persiste como una trama de líneas puras, con las cocheras donde resuenan los motores y el eco de las llamadas a los viajeros y las despedidas. Y así los astilleros de Bajamar, los arenales, la esquina del bar Casablanca, los antiguos parques.

Cada generación habita su propia ciudad ideal. Con los años, más partes de la ciudad se transforman en una luz cristalina, al paso que los viejos van muriendo, de modo que la ciudad es más elevada y pura y vive en ella menos gente. Cuando alcanza la transparencia absoluta, hace tiempo que por sus calles limpias ya no camina nadie.

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