Tiempo y cuentas
Por Navidad he vuelto al paisaje donde me crié. Entre la orilla del mar y la línea de los montes a lo lejos. El faro silencioso, el viento duradero, la piedra negra y la roca verdecida. Regresar así a casa al comienzo del año es como caer en la casilla de salida.
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En este paisaje es sencillo notar el solsticio hiemal. Fácilmente el ánimo se va al principio o al final de las cosas y unos metros por encima y se pone a echar cuentas de ellas. Y sin embargo, no pienso, propiamente, nada. Al final de este tiempo no hay idea que me importe. Sólo quedan sentimientos. La huella de las vidas que conozco.
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Entre la playa y el campo de fútbol me encuentro una carpa blanca con banderolas. También el circo ha escogido pasar aquí la Navidad. Por el suelo del aparcamiento vacío veo unas bolas de excremento. Serán de algún animal prodigioso de los que el circo enseña.
Igual es mejor así, me digo. Mejor estas bolas de mierda que señalan a un imaginable animal en ausencia que el propio animal tras las rejas de su remolque, previsiblemente menesteroso, incluso triste.
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Leo un haiku de Santôka: «También ha envejecido el ruido de la lluvia».
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Las ideas son terriblemente importantes. Un hombre puede pasarse años cavilando con las piernas cruzadas, pero un día abre los ojos y, como si un viento hubiese limpiado el aire azul, las ideas se han ido.
La idea es un ensueño. Cuando sopla el viento de los años las ideas se desvanecen; sobre la llanura sólo hacen bulto las personas.
Feliz año.
[El haiku de Taneda Santôka en Instantes, Hiperión. Traducción de José María Bermejo.]