Susana
Me encontré con mi vecina en Sol, en la estación de metro. Un río de gente que salía de un andén nos arrinconó contra unas escaleras. Me contó que hacía tanto que no la veía porque se había ido a vivir con alguien. Se había ido lejos del pequeño piso triste; sólo volvía de vez en cuando para recoger el correo.
Seguramente estaba más guapa, más vivaz. Le miré la cara con cuidado, por si era feliz y eso puede verse. Cada tres o cuatro minutos llegaba otro metro y teníamos que gritarnos porque la multitud nos rodeaba como una marea. «Las cosas llegaron cuando ya me había hecho a la idea, simplemente, de que mi vida iba a ser de aquella manera —me dice—. Llegaron sin haberlas buscado. De un modo tan sencillo que te preguntas cómo no había ocurrido antes». Eso me dijo.
Hablamos de nosotros y luego hablamos del país mientras llegaron y se fueron muchos metros. Nos dimos dos besos; me deseó suerte. La vi marcharse sabiendo que su vida seguirá, como uno sabe que la vida sigue más allá de la última página de los cuentos, que no terminan porque se acabe el empujarse de los efectos y las causas sino porque los personajes se pierden de vista, tras el horizonte.
Eso es bastante. Esta es la historia de Susana; es hermosa y acaba bien.