El cerezo y el mirlo

Un sábado por la tarde estaba asomado a la ventana del patio y en el silencio se oía el canto del mirlo. En el último piso, bajo el cielo azul que roseaba, perfectamente tranquilo. Más abajo, donde el patio se despinta y oscurece, alguien tiene cubierto el alféizar de la ventana y la máquina del aire acondicionado con macetas que se desbordan en verdor las unas sobre las otras, como un minucioso jardín minúsculo.

En mi casa hay un cerezo y un mirlo. Si lo cuento así, si hablo del pájaro en la tarde calmada y del cerezo de flores encendidas, puede que llame a engaño, como que viviese en el paisaje de un haiku. Igual debo ampliar el contexto, recortar un trozo más grande de realidad alrededor de mi: yo me he asomado a tender —meditativamente— la colada. Yo no sé nada de cultivar ni de plantas: sólo pongo algunas muy hermosas en tiestos porque me alegra mirarlas; otras aparecieron ellas solas y he acabado cogiéndoles confianza. El cerezo que tiene la altura de un niño vive en un tiesto en mi terraza y el mirlo canta desde alguna antena o desde uno de los olmos de la calle, en mitad de un vecindario humilde, en una casa vieja, en pleno Madrid. Alrededor, el ruido del tráfico, las tiendas laboriosas de los chinos, la rotonda de los autobuses, y más allá una antigua estación de tren, el río, la M30, tejados y tejados y tejados. 

De esta manera, podría seguir ensanchando el círculo hasta el horizonte del universo; pero hay que escoger un trozo y recortarlo. El relato debe recortar: como en la historia de Susana, unos personajes y un momento, y darlos por hechos. Un haiku debe recortar: de las islas del Japón una noche, una faz de la luna, una cigarra. 

El arte consiste en recortar y que se muestre una figura sobre el fondo incesante del ser. Y probablemente la vida, comprendo ahora: como ese vecino cuyos días dan a un patio ha fabricado un redondel de labor y de esperanza alrededor de su ventana. 

Es verdad pues que están aquí el cerezo y el mirlo. El cerezo, entre tanto, ha perdido las flores y ha echado sus grandes hojas verdes, nuevas, y con él hay una zarzamora muy alta, una rosa roja sorprendente, menta y limoncillo que huelen y hasta un bambú, y más plantas que verdean, se alzan y brotan. Por todo el barrio, esta primavera se oye cantar a los mirlos, a sus horas. 

Así es.

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