Salitre
Al cabo de dos semanas de vacaciones noto que ya estoy algo moreno. Tengo cercos blancos de salitre en los brazos; salpicaduras de agua de mar que se han secado al aire. Siempre me ha parecido que en esta parte de la bahía, no sé por qué, el agua es mucho más salada. Santander está allá enfrente, al otro lado.
Mi padre se crió en el Río de la Pila, un barrio viejo de Santander. En la posguerra. Le habían advertido que ni se le ocurriese ir a nadar con los niños del barrio porque todavía era muy chiquito. Un día volvió a casa y la mayor de sus hermanas (que le sacaba bastantes años) le preguntó si había estado nadando en la bahía. Él que no. Ella se le acercó, le lamió el brazo y le supo salado. Así que mi padre se llevó una tunda.
Por lo visto, en el barrio había una fuente. Va mi padre y, un rato antes de subir a casa, se lava bien con agua dulce los brazos y las piernas. Entra en casa y ahí está otra vez mi tía Milagros. Le manda que se levante la camiseta y le lame en la tripa.
Aquí, dondequiera que mire, hay historias: la ciudad está enteramente escrita. Yo mismo lo estoy.
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La humedad salobre de una habitación de verano. El fulgor de un verso leído antes de entrar en el sueño. El sol de agosto, que se vence como una rama por el peso del fruto. Ha de haber algún modo de que esta luz perdure.
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Deben de ser como las siete de la tarde y yo sigo en la playa. Voy a darme el último baño. Y si mañana hace malo, pienso; si luego de vuelta en Madrid me enredo en mis cosas y no salgo de allí hasta entrado el otoño, podría ser de veras el último. Durante mucho tiempo.
Así que cuando me meto en el agua me fijo muy bien en todo. Voy nadando hasta un arrecife que ha cubierto la marea y me quedo allí flotando muy quieto, por encima de los peces y las algas que se remecen, valsando; y, cuando mi respiración se sosiega, en el silencio perfecto.
Nunca he sido tan consciente de estar aquí como soy consciente ahora, en el momento de la despedida.