Señas

En una caja de cartón gris:


  • — Una hoja de álamo blanco, la haz verde oscuro y el envés de color marfil.
  • — Un mechero Zippo que chirría.
  • — Una de esas piedras que llaman piedras de rayo, lisa y redonda, con unas vetas geométricas que parecen el dibujo de un sol o de una margarita.
  • — Un programa de concierto: Brahms y Dvorak.
  • — Una botellita de cristal —menor que un meñique— tapada con su corcho, vacía.
  • — Una sortija de oro de hombre muy gastada, con una piedra azul marino.
  • — Un as de espadas.
  • — Un billete de mil pesetas.
  • — Etcétera.

*

Un día, muerto mi abuelo, mi abuela me dio la sortija que él llevaba siempre. Quería que me la quedase yo. Supongo que debía de ser el objeto más valioso que había dejado.

Él no era propiamente mi abuelo, sino un señor que vivía con mi abuela como si estuviesen casados; un hombre de carácter apacible y distante que sin embargo contribuyó a criarme, debo decir.

Después se murió mi abuela y después ha pasado mucho tiempo.

*

Me imagino una novela célebre, amplia y alta como un coloso literario. Filas de letras componen los capítulos y estos se traban unos a otros largamente, como una muralla abastionada que se pierde en las colinas.

Por fin fallece su autor, ya anciano, y en la novela se desprenden varias letras de la esquina del último párrafo de la página 14. Luego se aflojan unos artículos aquí y allá, algunos adverbios. Como en esos relatos fantásticos en los que al morir un brujo poderoso sus creaciones semovientes, privadas de la voluntad que las animaba, caen al suelo vacías como trapos, en la novela empiezan a venirse abajo hileras de frases, capítulos enteros, hasta que toda ella se desmorona en polvo y cascotes; escombros en el suelo sin forma ni sentido.

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