La primavera

Una de estas noches de viento y lluvia del final del invierno, en el norte, mi madre me contó por teléfono que había soñado con la primavera.

Tres o cuatro años atrás los médicos le dijeron que tenía que hacer ejercicio, de modo que ella cogió el hábito de darse unas caminatas larguísimas. Pero el verano pasado cayó mala; empezó con su tratamiento y ya casi no volvió a moverse del sofá. Pasaron el otoño y el invierno, y hace justo un mes —yo escribía el post de febrero—, aquella noche mi madre estaba hundida en su sofá, desdichada y enferma, convencida de que no iba a llegar al final de la quimioterapia. Y sin embargo, me dice que la víspera ha soñado curiosamente con la primavera. Volvía a andar por uno de los caminos que solía, un prado casi vertical que hay cerca de su casa y que lleva a una vaguada; bajaba por ese prado que tiene escaleras, «¿sabes?», «sí, sí sé», y por todas partes estaba verde y florecido.

Ahora mi madre está sana y ha llegado la primavera, aunque aún hace frío. Al colgar el teléfono, pensé que aquella isla insólita que ella había visto en la lobreguez de la enfermedad y el invierno era mucho más extraña y mirífica que la fantasía que yo estaba escribiendo. Más primavera que la primavera, pienso aún, cuando desde aquí mismo veo los brotes en las ramas empujando alegres y los pájaros que cruzan el aire.

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