Antiguamente las cosas no eran como ahora
Antiguamente las cosas no eran como ahora. Eran más nítidas; pesaban más.
La carne era más colorada, más gordos los garbanzos. Los pollos tenían el tamaño de un perro, los perros de rinocerontes. En las tiendas olía a almizcle y flores frescas; el género de ultramar se vendía a granel, en cucuruchos de estraza, en frascos o en el cuenco de las manos. Nadie tenía que dormir solo, si no era por su elección. Muchos bebés nacían con dientes.
Los barcos entraban desde el mar bajo un arco de piedra arenisca cuya altura se perdía en las nubes, de lado a lado del fiordo. No había patio del que no brotase un canturreo entretenido, como el murmullo de una fuente en la sombra de un claustro. Porque a todo el mundo le gustaba cantar: se cantaba, se silbaba, se daban palmas o tabaleaba, sobre todo trabajando. También era costumbre saberse poemas de memoria, que se recitaban cuando uno estaba alegre o cuando estaba triste o para ilustrar a los niños o esperando al tranvía debajo de los tilos con la expresión perdida del que mira en sus adentros una idea muy importante sobre el mundo.
Los veranos eran veranos; los inviernos, inviernos. Al caer la tarde, se perfumaba la calle y se prendían faroles. Los soldados no volvían nunca de la guerra. Había frutas amarillas con sabor a mediodía y frutas negras con sabor a medianoche, y una fe acezante en el progreso humano y en los beneficios de la mecánica. En las habitaciones de los enfermos de sarampión se encendía una luz roja.
Los marinos mercantes mandaban postales de puertos remotos: Goa, Ámsterdam, La Habana, Valparaíso. A la vuelta traían brazaletes de oro, pájaros coloridos, goma de mascar, bailes nuevos, juguetes. Los barcos tenían nombre de estrellas; las estrellas, de mujeres, y las mujeres, de hierbas. Si el día era raro, como indeciso, y se alternaban la luz y las nubes, se decía que hacía sol de brujas.
Lo que se había dicho una vez se había dicho para siempre.
Antiguamente no era como ahora, qué va; era distinto.
Gracias, Juan, ha sido un precioso regalo de cumpleaños sin tu saberlo.
Y me encantaría leer todas las historias de ese tiempo que seguro tienes por ahí escondidas ;-)
Publicado por: shichimi | 31 agosto 2016 en 11:06 p.m.
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¡Hola, hola, shichimi! ¡Muchas felicidades! Me encanta que te haya gustado :)
Precisamente esta mañana estuve con una amiga que cumple años hoy, ya ves.
Gracias, y mil besos :*
Publicado por: Juan Avellana | 01 septiembre 2016 en 12:28 a.m.
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Precioso, sí, de verdad. De cuando no había nada de plástico. Ahora me pregunto muchas veces si podríamos vivir sin plástico y con tu texto me doy cuenta de que hemos vivido sin ellos muchos años; bueno, muchos: siempre, hasta hace poco. Me gusta: cuando te daban el producto en papel de estraza en los ultramarinos. O en el mismo cuenco de la mano... También me encantaría oír así, en voz bajita, más historias escondidas.
¡Felicidades Shichimi!
Publicado por: Marisa | 22 septiembre 2016 en 10:00 a.m.
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Hola, Marisa. ¡Gracias!
De todos modos, yo no me extrañaré si llega un día en que el plástico es vintage, ya verás :D
Un abrazo
Publicado por: Juan Avellana | 23 septiembre 2016 en 12:53 a.m.
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... fueron sus últimas palabras. No creo que le sobrevivamos. Se nos llevará -el plástico- a todos por delante. Una isla de plásticos en medio del Pacífico: eso sí que da miedo.
Publicado por: Marisa | 23 septiembre 2016 en 10:29 a.m.
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