Cangrejos y flores

Al cerrar el parasol, llovieron pétalos. «No os preocupéis, sólo son flores», dijo el camarero. Durante una semana, a principios de julio, las acacias japonesas florecieron en Madrid y lo cubrieron. En mi cama, sobre las sábanas abiertas, me encontré una flor pequeñita de color vainilla. Los pies volvían a casa andando sobre flores. Así empezó julio. Acabó en el mar, con peces y cangrejos.

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A esos cangrejos verdes cobrizos que andan entre las rocas, de niño los llamábamos mulatas. El otro día había uno subiéndose por mi toalla. Las algas se llamaban caloca; el retel, redeño; el cebo, gusana. Cuando acompañábamos a mi abuelo a pescar, pasábamos antes por el muelle, donde unos hombres que echaban el día sentados al borde del agua te vendían un puñado de lombrices que sacaban de unas latas con arena mojada y envolvían en una hoja de periódico.

Por lo que recuerdo, la pesca consiste en no hacer nada pero hacerlo bien, misteriosamente. Cuando nos aburríamos de mirar a mi abuelo, él nos mandaba por los charcos de la bajamar a pescar quisquillas o a buscar caloca. La caloca húmeda, fresca, servía para conservar la gusana mucho mejor que el periódico.

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El cangrejo de Unamuno en Del sentimiento trágico de la vida: «El hombre, dicen, es un animal racional. No sé por qué no se haya dicho que es un animal afectivo o sentimental. Y acaso lo que de los demás animales le diferencia sea más el sentimiento que no la razón. Más veces he visto razonar a un gato que no reír o llorar. Acaso llore o ría por dentro, pero por dentro acaso también el cangrejo resuelva ecuaciones de segundo grado».

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En mi primer viaje por Italia le compré a un vendedor callejero una ocarina de barro. Yo iba por Italia tocando la melodía de Amarcord y a ratos era feliz. La ocarina se cayó y se rompió antes de acabar el viaje, como si otra cosa se rompiese con ella. Aún conservo los trozos. Pero no como la señal de algo malo, sino de algo por hacer.

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No se me ocurre mayor libertad que domar el propio corazón.

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Siento amor por las cosas de mi vida que veo alrededor de mí, como compañeros que han sobrevivido juntos a una guerra. Leí una vez que el patio trasero de muchos centros de investigación japoneses hay altarcillos donde se reza por las almas de los animales muertos, y que es costumbre que jinetes, pescadores o granjeros levanten túmulos y monumentos por los animales de que se han servido. Así es como la cultura japonesa, de raíz animista, intenta responder a la contradictoria necesidad del mundo.

A veces las cosas han de romperse. El universo nos mueve; nada nos pertenece. Pero mi vivencia de la vida es un templo en el patio trasero donde se extiende inmensamente la libertad.

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