El último verano

Un martes a mediados de mes llegó por fin la lluvia. El verano había sido largo. Las plantas estaban más crecidas que nunca. Había brotado un árbol nuevo, esbelto, de hojas claras y ramas rojizas. Todo el verano hubo rosas.

La víspera, por la tarde, ya había empezado a chispear y hacía fresco. Dormí con una camiseta de manga larga. Al despertar, la mañana era oscura y caían goterones gruesos. Llovía sobre la mesa de madera de la terraza, sobre la hojarasca, sobre las colillas del cenicero. Llovía sobre las hojas oscuras de la zarzamora y sobre los tejados de enfrente. Llovía sobre los parquímetros, sobre los coches de la M-30, sobre el camino que va desde aquí hasta Santander, sobre la playa, sobre el jardín botánico, sobre los atardeceres, sobre la sierra, sobre los planes, sobre el pasado, sobre los sueños antiguos y los nuevos. Llovía el agua vivífica, fría y gris, y era como si llegase a su fin una edad del mundo. Como si estuviese doblando este tiempo para guardarlo en el cajón de la memoria, para siempre, con amorosa aceptación.

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