La garza
La auténtica felicidad es la inminencia de la felicidad.
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Un hombre que va leyendo un libro ve una garza en la orilla del río. Se acerca sin hacer ruido y, cuando está bastante cerca, grita: «¡Luna!», y la garza levanta el vuelo.
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Por aquellos años vivíamos en medio del arte. Diálogos de cine, todo amor con su canción de fondo, ninguna mascota sin nombre de novela. En los bares fumábamos y hacíamos críticas. Yo creía que las obras eran herramientas, reflejo y análisis de la vida. Pero eran un lugar de la vida: allí donde nos reuníamos, la habitación donde nos gustaba meternos a vivir.
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Otro hombre ve una garza en el río. Grita «¡interjección!» y la garza levanta el vuelo.
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Conozco gente de talante intelectual, gente bienintencionada, que actúa como si hiciese falta conocer el código de la circulación para que a uno le atropelle un coche.
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He apuntado: «Me reencuentro con una vieja metáfora». Pero no he anotado la metáfora; seguramente porque era lo de menos, y lo importante, la sonoridad de la frase. Siempre he tenido debilidad por la pura fantasía lingüística. Una vez, de niño, me enteré de que en las noches australes brillaba una constelación que se llamaba la Cruz del Sur. ¡La Cruz del Sur! Repetí cien mil veces ese nombre, y todavía se me ensancha el corazón.
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Nunca la he visto, la Cruz del Sur. Nunca he llegado tan al sur; y me doy cuenta de que no me urge.
No es que la realidad no alcance el poder del ensueño. Ni tampoco al revés. Es que son dos cosas distintas, como un mismo nombre que llevan dos personas.
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Un personaje emplea su vida en aprender cómo hay que vivir. Cuando lo averigua, querría que todo comenzase otra vez desde el principio.
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En Milagán, cada vez que muere un sabio se enciende una estrella en el cielo. Sus noches están alumbradas por los muertos.
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Hay una ciudad formada por las ciudades que he visto. Un destello de verde umbrío por el rabillo del ojo y una ráfaga de aire reviven repentinamente un jardín de otra parte de Europa, de otro tiempo, delante de mí. Un sol vertical sobre un panorama de azoteas rojas, un callejón con ropa tendida y olor a mediodía, una tarde mitigada que arrastra de lejos las voces de los niños, una valla de madera agrisada por los días, una luna que blanquea los tejados; y es, de pronto, como si estuviese en aquellos sitios.
Hay una ciudad formada por las ciudades que he visto y muchas veces camino por ella.
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Un verano no termina porque se gaste, sino porque se cumple.