La rosa
Viene el viento, desbarata las ramas, sacude los cristales, arranca las hojas. Como si llegase con una determinación de pureza, con la obstinación de ejecutar lo que temblaba en el borde sin decidirse: sed desnudos, sed fríos, ya.
En el suelo, un pétalo granate de la última rosa del verano, entre hojas verdes, amarillas, ramas y charcos de agua que espejean a la luz blanquecina del mediodía. La rosa misma, de color de sangre oscura, sigue sola en lo alto, más o menos entera, por encima de donde alcanza mi mano.
La última rosa, o quizá no. El rosal es tenaz. Crece con fiereza, medra en cualquier tiempo, te desgarra malévolamente los dedos; comido por las plagas y las podas, se sobrepone y se eleva más que cualquier planta. Se parece mucho a la belleza, como se da en el mundo.
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Cuando yo era niño, muchas canciones contaban historias. Un hombre pone pie en su tierra y busca con los ojos a su novia, pero no la ve. Una mujer ha tomado un camino aciago por un motivo que no sabe nadie. Eran historias tremendas, de comprensión y misterio.
Yo estoy solo, delante de un lavabo, jugando con el agua. Oigo cantar a mi madre en otra parte de la casa. En el umbral de la última estrofa, se calla. Y yo asombrado, inmóvil, sin saber el final.
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Cosas que me gustaban de niño: los mapamundis, los tebeos, los dibujos de pájaros, las enciclopedias, el ketchup, las novelas de viajes, el Lejano Oeste, silbar, la playa.
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A veces oigo hablar a un escritor y pienso que falta mundo y sobran opiniones sobre el mundo. El pensamiento crea una trama tan espesa, que, por decirlo así, en él no se oye cantar un pájaro.
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De todos modos, con la literatura pasa como con el sexo: a partir de una edad, se sigue haciendo, pero ya no se charla sobre ello, porque la conversación no da más de sí.
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Hay mentiras, pero no todo es mentira. Supongamos que la policía sobrenatural me detiene, no sé, por sospechoso de algún crimen metafísico. No me encuentran nada; me sueltan al cabo de dos días. El funcionario me devuelve mis efectos personales en una bandeja de plástico: grandes peces plateados nadando en el agua, un azul que no termina nunca, viajes por carretera, ramas de lavanda, un puerto encarado hacia la luz de poniente, unos ojos de amor que me miran.
Esto no es una tesis bondadosa sobre el mundo; es una lista somera de lo que yo llevaba encima al final del verano. Nada extraordinario; solo la verdad. Quien quiera declarar la naturaleza del mundo tiene que decir que existe el bien. Al menos el bien, entre otras cosas.
Las rosas siempre se han considerado el epítome de la delicadeza y siempre me han parecido unas luchadoras, capaces de crecer en los sitios más insospechados y de aguantar heladas y calimas...
Claro, aquí lo has explicado mucho mejor ;)
Un abrazo.
Publicado por: Beauséant | 02 noviembre 2018 en 03:13 p.m.
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Hola, Beauséant. Gracias :)
De las rosas yo solo he tenido una idea toda mi vida, la del símbolo literario. Cuando al final he visto cómo son de verdad, una especie de zarza correosa, dura de pelar, me he quedado muy sorprendido. Y entonces, claro, la metáfora sale sola.
¡Un abrazo!
Publicado por: Juan Avellana | 06 noviembre 2018 en 05:59 p.m.
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