Luces
En las montañas del Hindukush hay cierta clase de piedras grises, vulgares, indistinguibles del cascajo de un terraplén. Alguien se lleva una de ellas a casa y durante treinta, cuarenta o cincuenta años sigue siendo una piedra. Un día improbable, quién sabe cómo ni por qué, se transfigura en una gema aristada, un cristal de estrella deslumbrante en la penumbra de la habitación.
Muchos aldeanos del Hindukush viven en esta ilusión: guardan guijarros en los cajones de sus casas, en las estanterías, por los baúles; son personas ordenadas y se portan bien, y duermen abrazados a la imaginación de despertar un día con una riqueza maravillosa.
Una vieja canción empieza: «Yo no quiero prender fuego al mundo / solo quiero encender una llama en tu corazón». Son dos versos muy sabios, pero de esa sabiduría inaparente que se revela a la larga, a veces cuando ya no sirve de nada. Por eso me he acordado de la piedra del Hindukush.
El árbol al borde de la playa, cuyas hojas oscuras tienen el envés de plata, ahora está desnudo. Eso escribo. Como el que señala con la mano. Así que mi escritura es deficiente, ya que toda mostración lo es: falta el resto del mundo, fondo difuminado para el álamo blanco que he elegido mostrar.
Salvo que uno señale precisamente a lo que se vale por sí para representar el mundo. Pero eso, ¿cómo saberlo? Lo más normal es que llene mi casa de piedras.
Soy capaz de escribir sin saber porque escribo como el que prende una cerilla en la oscuridad. Yo no puedo poner luz al mundo; solo enciendo una llama para ver por dónde voy. Por fin alcanzo a expresarlo.
Hay otra canción mucho más vieja. La más vieja que se conserva. Se llama El epitafio de Sícilo. La inscribió Sícilo junto a la tumba de Euterpe, su mujer, y dice así:
Mientras vivas, brilla
no sufras por nada en absoluto.
La vida dura poco
y el tiempo exige su tributo.
En primavera, las hojas del álamo destellan bajo el viento, al borde de la playa. El invierno lo ha despojado. La bruñida lividez que precede a la noche resplandece con calma sobre el mar de mi infancia, que se ondula mansamente, como un animal tranquilo. He vuelto; estos son los días en que el tiempo acaba y comienza, y es como si flotase en aire una pregunta primordial. Yo no sé formularla. Así pues, nadie contesta.
«Mientras vivas, brilla», dice la canción. Feliz año.
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[I Don't Want To Set The World On Fire
https://www.youtube.com/watch?v=CL-j6Uzt1ww
El epitafio de Sícilo
https://es.wikipedia.org/wiki/Epitafio_de_S%C3%ADcilo
Llegué a él a través de este bello artículo de Daniel Capó:
https://theobjective.com/elsubjetivo/mientras-vivas-brilla/?_tcode=cm16cjAy]
Como los Hindukush, guardo alguna de esas piedras grises. A veces, pierdo la esperanza, pero luego me doy cuenta de que es lo único que no puedo perder. Así que me engaño y me digo que quién sabe, algún día... una gema, sí, algún día.
Bello artículo, sí, el de Daniel Capó. ¡Si alguien me hubiera advertido antes, no sé, de pequeña! Y esto me lleva a una gran duda: a los 7 años perdemos la respiración abdominal, por lo que, para aprender a cantar, debemos reaprender a respirar. Y a esa misma edad, tengo entendido, dejamos de imaginar amigos invisibles y ver cosas que los adultos no ven. ¿No es esto como perder el brillo? ¿Por qué sucede eso a los 7 años?
Bueno, sólo me pregunto, Juan, si alguien sabe algo al respecto, agradecería la información, por curiosidad.
Muy feliz año, Avellana, y también a todos.
Un abrazo.
Publicado por: Marisa | 01 enero 2020 en 07:14 p.m.
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Las piedras del camino ya recorrido también son gemas llenas de las cosas que no supimos ver, las que aprendimos demasiado tarde para significar algo... el problema es que nadie sabe como guardarlas...
Creo que me he desviado del tema, mis disculpas.
Publicado por: Beauséant | 06 enero 2020 en 10:38 p.m.
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Hola, Teresa. ¡Cuánto tiempo sin verte! Yo nunca había oído hablar de eso, de esa especie de frontera invisible que se cruza a los siete años, pero suena fascinante. A ver si alguien que pase por aquí sabe algo.
Es curioso: el protoindoeuropeo tenía una raíz "ane-" que significaba "respiración", que en muchas lenguas indoeuropeas dio palabras que significan "respirar", "viento" y también "alma" (se supone que porque los antiguos veían que lo vivo respiraba, como si la respiración fuese su principio vital). De ahí vienen las palabras castellanas "animal", "animado", "alma"... y por eso el aparato que mide el viento se llama "anemómetro".
¡Feliz año!
Publicado por: Juan Avellana | 07 enero 2020 en 01:47 a.m.
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Hola, Beauséant. Tu versión se parece a una de esas historias de sabiduría oriental, en las que hay un santo que ha conseguido subir a un nivel donde cada trozo del mundo tiene el valor de una joya.
¡Feliz año!
Publicado por: Juan Avellana | 07 enero 2020 en 01:54 a.m.
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Hola, Beauséant: me encanta lo que dices, para mí que no te desvías ni un poquito. Yo guardo en forma de palabras, pequeñas historias, pequeños relatos de cosas que me han sucedido (de cariz totalmente mágico) algunas de esas gemas que, al final, son las únicas balizas para cuando perdemos nuestro camino.
Hola, Juan ¡que me has cambiado el nombre! Y dicho esto, el de Teresa me encanta. Creo que si hubiera podido, es el que hubiera elegido. Deberían dejar que eligiéramos nuestro nombre. Incluso, a lo mejor lo cambiaríamos según la etapa de la vida.
Es maravilloso lo que cuentas sobre la raíz ane-, no tenía ni idea. Animal, alma, ánima... palabras preciosas como gemas.
Salud para el nuevo año.
Publicado por: Marisa | 07 enero 2020 en 06:59 p.m.
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¡Ahí va, Marisa! ¿Como me habrá dado por ahí? Si hace mucho que no trato con ninguna Teresa...
Menos mal que te gusta. A mí también me gusta, sí :)
Publicado por: Juan Avellana | 08 enero 2020 en 12:29 a.m.
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