Junio
En los descampados, los tallos se curvan bajo el peso de la espiga, exactos como arcos matemáticos. E incluso un pajarillo de huesos de espuma podría venir a posarse encima: así de delicado es el cálculo del mundo.
Detrás de ese hecho hay otro hecho casi invisible —una especie de sombra metafísica sobre el suelo—: la extraña felicidad con que yo lo veo.
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Lo que en un universo es una manzana, en otro universo es un siete, en otro universo una espiral. O no, claro. Pero me basta con saber que la ciencia no lo prohíbe.
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El primer día de verano una mujer vuelve a la playa. Se mete en el mar dormido y el mar se despierta porque recuerda su olor.
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Hace unos días anoté, con cierta escueta ingenuidad: «Lo que ahora he entendido es que el ser es una experiencia, no un conocimiento».
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Y esta frase de un ensayo de Steiner sobre Borges: «los grandes vientos cuyo soplo viene del corazón de las cosas».
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Y este verso de Ernesto Cardenal: «cuando las gasolineras sean ruinas románticas».
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El entendimiento de que uno existe le es a uno tan útil como a un hambriento el recuerdo de haber comido. Ser a solas no es ser. Por eso cada contacto verdadero con lo otro es una celebración.
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Es el mes de junio. La luz de la tarde templada permanece en el cielo; sin embargo, en el gabinete de la bruja hay un fuego encendido de leña de brezo.
Tiempo atrás descubrió un libro olvidado y en él la receta de una poción taumatúrgica definitiva. Tanteó con paciencia el orden de los ingredientes, las medidas, la fecha y la hora, el temperamento de los espíritus, la disposición de las estrellas, sin resultado. Así gastó el soberbio talento de sus últimos años.
La bruja ya ve a la muerte —dice ella— como unos acantilados oscuros a los que se acerca desde el mar. Dentro de la cama, arropada, oye a su sobrina en el umbral de la casa. Le da una voz para que entre. La niña, de doce años, se sienta en una silla de enea con las manos juntas sobre el regazo. La bruja le explica que, a partir de ahora, bruja será su oficio; estos calderos, aquellas redomas, esos frascos de colores espléndidos serán suyos.
La niña se levanta, abrumada pero curiosa. Pone los ojos en el libro, que está abierto por la primera página de la receta, y lee en alto:
cenizas frescas de madera,
hojas de laurel mezcladas con limón y nieve sucia,
el corazón de un pájaro.
Según la voz de plata de la niña va siguiendo la lista, una luz sobrehumana enciende la habitación:
… semillas de espino albar,
el primer nombre tallado en el barro,
corteza de olivo,
fuego de libros antiguos,
tres gotas de sangre bajo la luna.
«Un conjuro». La bruja sonríe en su cama. La luz espléndida le atraviesa los párpados cerrados. «Así que eso era. No había nada que hacer; solo decirlo».
Siempre había sospechado que la fuerza de la magia residía en eso, en la repetición y la correcta entonación de las palabras... Pobre bruja, toda una vida equivocada.
Preciosa la imagen de las gasolineras.. me he imaginado las ruinas de una repsol con un puñado de turistas y un guía :)
Publicado por: Beauséant | 01 julio 2020 en 07:09 p.m.
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Hola, Beauséant. Lo de las gasolineras me resulta demás muy fácil de imaginar: puedo imaginármelas a la luz de la luna, derruidas, o reconvertidas en otra cosa
Publicado por: Juan Avellana | 02 julio 2020 en 01:20 a.m.
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Sí, o un cuadro de Hopper, me es imposible no pensar en Hopper al ver una gasolinera...
Publicado por: Beauséant | 07 julio 2020 en 11:00 p.m.
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