Ochocientos dólares sin contar la inflación
Al hacer la mudanza he visto que solo conservo un libro de mi niñez, un Huckleberry Finn de la colección Crisol que le cogí a mi padre. Los crisoles eran unos libritos minúsculos de la editorial Aguilar, de papel biblia y tapas rojas de plástico, poco mayores que la palma de una mano. A mi padre le encantaban. Este Huckleberry Finn desencuadernado se me ha caído al suelo al vaciar una caja, bocabajo, abierto por la página 113. Me he sentado ahí mismo y me he puesto a leerlo.
Llevaba mucho tiempo sin hacer una mudanza. La casa en que nací ya no existe, ni tampoco la primera casa a la que me fui a vivir solo. También han tirado la casa donde se crió mi madre, en la que acabé viviendo yo bastante tiempo. Casas reumáticas del casco antiguo de aquel puerto lluvioso, condenadas al derribo.
Mis abuelos se fueron a un piso de alquiler en un barrio de las afueras. De ahí que la casa de mi abuela aún siga en pie, aunque hoy pintada de un absurdo color alegre. Allí pasé mi adolescencia. Durante unas elecciones, por la Transición, el Partido Comunista sacó un panfleto que decía: «En estos tugurios hacinan a nuestros obreros», con una foto en la que salía nuestra ventana.
Ahora vivo aquí. Desde la terraza veo el sol poniente. Al final de esta mudanza, una por una, todas mis cosas han pasado por mis manos. Las he mirado y les he dado su sitio. Muy pocas dicen algo.
Hay una forma insidiosa de olvido de la que nadie me había avisado. Se recuerdan los hechos, pero vacíos de la vividez de la experiencia, desvanecida. La memoria devuelve una imagen, digamos, de este hombre comiendo sopa, pero no la reviviscencia del sabor de aquella sopa. La sensación se ha perdido. El relato es, formalmente, gramaticalmente mío; por lo demás, no es distinguible de un relato en tercera persona.
El mundo vuelve cada mañana. El cielo es azul. No sé quién soy. Mi vida parece un sueño que he olvidado. Pero no importa.
En la página 113 de mi edición de Huckleberry Finn, Jim, el esclavo fugitivo, reflexiona sobre la época en la que tuvo dinero y lo perdió. Huck intenta animarlo: «Después de todo, Jim, eso no tiene importancia, porque tú has de ser rico otra vez, más pronto o más tarde». Y Jim responde: «Si; y bien mirado, soy ahora mismo rico, porque soy dueño de mi mismo y yo valgo ochocientos dólares».
Eso es. Lo que tuve lo he perdido; pero de verdad que no importa. Yo me tengo.
[La traducción, entrañable, es de Amando Lázaro Ros.]
La vida es perderse muchas veces, y perder con ella otras muchas cosas que ni sabias que ni tenías... Un proceso de derribo, un tropiezo tras otro hasta la caída definitiva...
Aún así, no sé, a veces parece que merece la pena, ¿no?
Publicado por: Beauséant | 31 enero 2022 en 10:28 p.m.
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Hola, Beauséant. Sí que merece muchísimo la pena, pienso yo. Cuando digo que de verdad no importa lo digo muy de veras.
Publicado por: Juan Avellana | 01 febrero 2022 en 11:55 p.m.
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Ayer hice una purga obligada de mis libros de música. Me he quedado con menos de un tercio, he sido inflexible, a mi pesar. Esta semana haremos lo mismo con los libros que no son de música, y me temo que haremos lo mismo. Ya no compro libros en papel, a mi pesar, salvo los de poesía.
Cada vez más me quedo con solo lo puesto, y me voy acostumbrando. ¿Y mis amigos músicos ucranianos, qué se llevan? Casi nada. Bueno, en la cabeza llevo libros y partituras, y canciones y más cosas. En fin. Un abrazo.
Publicado por: José Luis | 28 febrero 2022 en 01:34 p.m.
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Hola, José Luis. Qué alegría.
Yo estoy en esas, aunque tirar libros que ya tengo me cuesta mucho. No así para comprar los libros nuevos: los electrónicos me encantan. Y hay libros queridos (casi todos de hace bastantes años) por los que siento un cariño físico, por el ejemplar en sí, así que me veo cargando con ellos hasta el fin de los tiempos.
Un abrazo.
Publicado por: Juan Avellana | 01 marzo 2022 en 12:30 a.m.
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