Entrar en el paraíso
Durante años, muchas noches me iba a la cama diciendo: «Ojalá sea esta noche y venga otro sueño como aquellos», porque algunas mañanas me había despertado transfigurado por sueños extraordinarios, tiempo atrás. Pero nunca volvieron; ni una sola vez conseguí convocar o propiciar un sueño.
Este primero de enero hubiera querido soñar que sacábamos hielo puro y agua de un pozo en la tierra y los bebíamos. Y con el agua que quedaba en una palangana nos lavábamos la cara y nos frotábamos los ojos, que se aclaraban, se agrandaban y veían hasta más allá de los límites de este tiempo. Veían promesas y bellezas como paisajes en la distancia, y no temíamos nada.
Me gustan las canciones con una estrofa de prólogo. Me gusta cuando Annette Hanshaw dice «That's all!» al final de las canciones. Me gusta la espuma del café, las guirnaldas de luces, los versos octosílabos. Me gustan casi todas las cervezas, hasta las malas.
Me gustan los recuerdos de la gente mayor. Hablan, y lo que importa es lo que hay detrás de los ojos; esa mirada que va hacia adentro, esa mirada ida, que no está en la misma habitación que los presentes, como si mirase a la mismísima verdad de la existencia.
Me gusta la noche de Reyes. Me gusta el recuerdo adulto de la noche de Reyes. Me gustan las estrellas. Me gustarían las estrellas y sus nombres aunque no existiesen, aunque se las hubiese inventado una tradición o un poeta legendario.
Me gustan cosas que existen y cosas que no existen. Y luego están las cosas que me gustarían aunque no existieran (el matiz es importante). También están las cosas que antes no me gustaban tanto y ahora sí (la arquitectura de hormigón, el vino tinto, los últimos cuartetos de Beethoven). Las cosas que no sé que me gustan. Las cosas que acabarán gustándome algún día.
Unos arqueólogos descubren el palacio enigmático de una civilización perdida. Sus paredes les hablan con una voz despaciosa y amable: esa virtud les imbuyeron sus arquitectos, en la cima de su oficio. Pero lo que ellos no podían saber es que con el paso de los siglos el ser humano habría perdido el oído para ese rango de frecuencias.
Los arqueólogos se devanan los sesos, recorren las galerías, conjeturan. Mientras, las paredes gritan. Pero ellos están sordos.
A las tres de la mañana de la noche de Reyes me fui a dormir. Pasé por delante de la ventana. Todo estaba Iluminado por la luna. El cielo limpio, sin nubes, lleno de estrellas. Hacía frío. Pensé que el mundo estaba bien.
Escribe Michaux: «No, sí, no. Sí, claro, me quejo. Incluso el agua suspira al caer».
Entrar en el paraíso es muy difícil, todo el mundo lo dice. Si no has llevado una vida perfecta, desde la misma cancela de entrada caes al purgatorio. Allí te preparas para el examen de vuelta. Estudias varios meses una flor, para empezar. Te acostumbras a los martes. Oyes llorar a un niño 29 días seguidos sin impaciencia. Ves caer los aguaceros sobre las grandes llanuras del purgatorio. Aceptas los cuentos incompletos. Te gusta nadar en el mar frío. Llegas hasta los límites de la gramática, allá donde se difumina en páramos neblinosos. Escuchas a la hierba sin contradecirla. Sabes llevar la cuenta de las olas. Te duermes y te despiertas canturreando canciones desconocidas. Te haces a todo y estás de lo más bien. No te presentas al examen para el paraíso; ni te acuerdas.
[Henri Michaux, Poemas escogidos, Visor. La traducción es de Julia Escobar.]