Verano

Donde el clima es lo bastante frío, la nieve de un invierno se apila sobre la nieve del invierno pasado, y esta sobre otra, y sobre otra, y sobre todas las capas de nieve de los años. La presión de esa masa acumulada tiene la virtud de transmutar la nieve del fondo. Por eso se mueven los glaciares, creo recordar. Aunque en realidad estoy pensando en el peso de los recuerdos.

 

La víspera del solsticio el día se deshizo en una tenue luz rosa, delicada como un perfume de luz, esfumada, lenta, quieta, que parecía durar a voluntad cuanto quisiera.

 

Al irme a dormir he dejado mis cosas sobre la mesa de la terraza. No va a llover; la noche ni la mañana ni el tiempo tranquilo van a tocarlas. Yo duermo sin ropa y voy descalzo.

 

La felicidad también es una divinidad invisible. Al cabo de los años, allí estará sentada, en una silla bajo la sombra de los árboles, por ejemplo, una mujer de ojos verdes que se divertía con la conversación. Pero no en medio del instante, porque solo es visible para los ojos del recuerdo.

 

(En el canto XIX de la Ilíada, Agamenón llama a la diosa Erinis «vagabunda de la bruma». Lo dice porque camina sin que se la vea).

 

Me puse a buscar aquellos versos de Luis Rosales:

sabiendo que jamás me he equivocado en nada,
sino en las cosas que yo más quería.

Buscándolos, me di cuenta de que justo a la entrada de un verano de hace veinte años empecé el blog. Dice el tango que veinte años no es nada. Y bueno, nada no sé, pero que no es tanto, yo lo confirmo.

 

Cuando la madrugada por fin trae algo de fresco, abro de par en par las ventanas para que el viento de la noche barra la casa.

Mis abuelos tenían la extraña costumbre de cambiar las habitaciones de sitio. La sala pasaba a ser un dormitorio, el dormitorio pasaba a ser comedor, y así. En una de esas, la sala acabó siendo a la vez mi cuarto. Ellos se retiraban temprano, y se esperaba que entonces yo abriese el sofá cama; pero estaba al principo de mi adolescencia y por primera vez tenía un sitio para mí solo. Así que me pasaba la madrugada levantado, dibujando —me había dado por dibujar— y escuchando la radio.

Habría que situarse en aquel barrio, en aquella época. De la radio salían narraciones, versos, canciones, inauditos, rutilantes, como un eco cósmico de galaxias lejanas, a través de un mar de oscuridad. Yo no sabía nada del mundo.

Este junio del año 23, en lo alto de la noche, sentado ante el ordenador, con las ventanas abiertas al viento, veo versos, imágenes, animales extraños y palabras desconocidas, como nunca hubiera imaginado.

Creo que a aquel adolescente le hubiera gustado la vida que he vivido.

 

 

[Junio de 2003 en este blog: https://avellana.neunoi.com/2003_06_01_archivos.html]
[Autobiografía, de Luis Rosales: https://avellana.neunoi.com/2004/03/autobiografia.html]
[Agamenón dice «ἠεροφοῖτις Ἐρινύς»; quien escribe tan bellamente «vagabunda de la bruma» es uno de sus traductores al español, Emilio Crespo Güemes, en la Ilíada de Gredos, 1996, p. 490.]

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