Luces de noviembre II
Los crepúsculos de otoño pasan por encima, un día, y otro, y otro día, como las olas llegan a la orilla. Al pie de los árboles, las hojas caídas forman un redondel de luz dorada que los ilumina desde abajo. Florece el crisantemo. Brillan los colores como el fuego en una cueva. Amarillos, ocres, rojos encendidos, granates, azafranes, cárdenos, violetas. La naturaleza desciende a su sueño de invierno, parecido a una muerte pasajera. Cada cosa muere con su propio color, como si pudiese escogerlo.
En las bodas siempre hay algún fantasma, porque entre que la boda se convoca y que finalmente se realiza, pues algunas personas fallecen y tienen que asistir de ese modo. En las épocas de desgracias se llegaba a colocar una mesa de fantasmas al fondo de la habitación, más allá de la mesa de los amigos y la de los niños.
Es costumbre que los padres les den a sus hijos un papelito secreto doblado en cuatro con una escritura misteriosa que no pueden leer hasta la edad adulta. Al cabo de los años, cuando por fin lo desdoblan, ven que el papel trae la letra de las canciones tristes que sus padres cantaban.
Hubiera sido mejor un hechizo, la fórmula de un ungüento, en qué rincón del jardín había que excavar exactamente; pero está prohibido por las leyes, a fin de evitar que uno saque una ventaja injusta sobre el hijo de otros. En cambio, la ley considera lícito el consuelo.
El pájaro del tiempo se ha posado sobre un párrafo. Hay que quedarse quieto, callado, pensando.
En caso de tristeza, romper el cristal. Y a través del cristal, en el vagón del metro, se ve lo que parece un pequeño instrumento de música de metal y plástico pintado de rojo. Debo aguantarme la curiosidad de romper el cristal porque, la verdad, no estoy triste.
Por la tarde, la luz amarilla empapa el árbol que hay detrás de mi casa. Pienso: «Ojalá pudiese beber esa luz». Pero las personas no podemos absorber directamente la luz; tenemos que hacerlo a traves de un poema.
A veces me entra nostalgia del presente, por decirlo así. Es una repentina fragilidad temerosa, como el vértigo en sueños, y el dolor de estar mirando desde un punto donde no existirá nada de esto. Y la grandísima ternura por el instante, por este aire, las hojas, esta luz en la ventana, todas estas cosas.
El otoño siempre aparece con su dosis de tristeza cogida de la mano, es una tristeza que no podemos beber, pero que se pega a nuestros cuerpos.
Mis padres no cantaban canciones, me pregunto que habrían dejado para mi.
Publicado por: Beauseatn | 02 diciembre 2024 en 11:26 a.m.
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Hola, Beauséant. Ahora que lo dices, si descartamos las canciones, estoy seguro que mis padres me hubieran escrito algún chiste. A los dos les gustaban mucho. No los contaban porque ya nos los habían contado un millón de veces, pero solían aludir a ellos, a modo de frases proverbiales, como si fuesen apólogos o fábulas (mi madre lo sigue haciendo). Vamos, me apuesto algo a que hubiera sido asi :D
Publicado por: Juan Avellana | 03 diciembre 2024 en 01:22 a.m.
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Si tras muchos años juntos, tus padres se seguían contando chistes, entonces es que eran felices. El humor es territorio de la gente feliz.
Publicado por: Beauseant | 04 diciembre 2024 en 06:07 p.m.
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