El tren
En este barrio en blanco y negro de casas despintadas, encajonado entre las vías y el muelle del carbón, has vivido hasta ahora, en este avaro recorte del mundo, hasta el día que, por fin, te subes a un tren y te marchas. La vía sigue a lo largo de la costa —playas amplias, un resplandor de sol, la promesa del mar abierto allá a lo lejos—; pero enseguida vira hacia el interior, cruza unos túneles, sube las montañas. Al otro lado, en la llanura, se suceden los paisajes novedosos. Durante el viaje —a ratos monótono— trabas conversación con otros pasajeros. Una noche te despierta el silencio. El tren está quieto. Vuelves a dormirte; te despiertas; el tren lleva parado demasiado tiempo. Despunta el amanecer pálido tras la ventanilla. El lugar es desvaído, llano, seco. Cuando te despejas del espesor del sueño, comprendes que no has viajado en el espacio sino en el tiempo. La ciudad que dejaste ha quedado atrás; no es posible volver. No hay vía, no hay túnel que te devuelva a ella. Aquella ciudad de los recuerdos —la espuma de las olas, la lluvia fina, el vaho en los cristales, la sopa caldosa, una niña de blanco, el malecón donde se aherrumbran los vagones— se ha perdido para siempre. Esto que tienes delante, este lugar desconocido donde ha venido a acabar la vía, es lo que hay. Así que coges tu equipaje y te bajas del tren. Por detrás de un repecho se ven unas casas. Echas a andar.
Es Nochevieja. Se oye llegar el año nuevo. Subamos; iremos donde vaya.
Feliz año. ¡Buen viaje!
Hay que subirse a los trenes sin hacerse preguntas... lo importante es moverse, en el tiempo, o en el espacio.
Publicado por: Beauseant | 02 enero 2025 en 04:39 p.m.
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Hola, Beauséant. En efecto. Pararse no es una opción.
Publicado por: Juan Avellana | 03 enero 2025 en 01:54 a.m.
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