El palacio y las edades
Infinitas maravillas se cuentan del Palacio. Así que no es raro que algunos, la cabeza llena de historias, decidan conocerlo en persona y una buena mañana echen a andar hacia adelante por el camino real.
Según las leguas de camino se distingue bien a los viajeros: están los de pies tiernos y los de pies remendados como botas; los que aún no han subido las montañas; los que han aprendido a dormir andando; los que han cruzado el páramo donde no hay pájaros ni agua; los bisoños que atienden con los ojos muy abiertos las advertencias del posadero acerca del páramo; los que arrastran una mula cargada de equipaje y los que han regalado su guitarra en un mesón para ir más leves.
Un día, por fin, se distingue a lo lejos el vasto palacio abandonado, en medio de una vega ancha y verde. Ríos y praderas, bosquecillos que ascienden por las colinas en el horizonte, pabellones y granjas, eras y estanques; todo lo que abarca la vista cae dentro de los terrenos del palacio, que en su día desbordaban los límites de la provincia.
El caminante pasa el portalón centenario de marfil y piedra, vaga por los jardines silvestres, se mete en un salón ajedrezado a través de una vidriera sin cristales, sube un piso, recorre una galeria, baja al sótano, y ya el viaje no es un sendero, es decir, un orden de hitos consecutivos, sino que ahora los pies de cada cual dibujan la forma de su viaje. Al muchacho que acaba de entrar en el gran salón de baile puede deslumbrarle el viejo asendereado que descansa allí y que le habla del patio de los tigres, la piscina de la luna, las estatuas oraculares de los reyes antiguos, la atalaya de los astrónomos —en cuya bóveda azul están de plata y de oro las estrellas—; pero igualmente hay eruditos añosos que sólo han cruzado unas cuantas estancias, ancianos gandules que en diez años no se han alejado más de dos horas de la comodidad de la entrada, jóvenes infatigables y febriles que han visto la sala de los recuerdos, un lago inmutable donde se espeja eternamente un mismo verano antiguo, la famosa Farmacopea, una glorieta colmada de oropéndolas.