Los escritores políticos más despreciables son los de la prosa lírica. Muchos carecen de instrucción y claridad de criterio, pero la naturaleza les ha dotado del talento de aglomerar adjetivos y nombres en una acreción donde resplandecen amaneceres, dolor, canciones, multitudes, estrellas, pétalos, sudor y humo: una bola de símbolo sin traducción lógica que detona en el cerebro animal del lector y le conmueve con un poder superior al de cualquier razonamiento menesteroso.
Es el mismo modo de operar de un publicitario o un músico; solo que estamos adiestrados para dudar de la veracidad práctica de esas artes abstractas, mientras que los artículos de prensa pasan por razonamientos, ya que se nos presentan ahí mediante palabras escritas.
Lo que me preocupaba últimamente era que, un paso más allá, la conversación política parecía migrar desde la palabra a la imaginería audiovisual. Con Una verdad incómoda, de Al Gore, empecé a tener la sensación de que la discusión —política, no ideológica o ética— se estaba yendo del terreno del logos al del mito: es decir, una contraposición de fábulas en vez de pensamientos. Entonces, en nuestra última campaña electoral vi cómo el partido del gobierno se mudaba con frescura de la propaganda a la publicidad y contrataba directamente a la Sra. Rushmore para que vendiese al presidente como un producto. El resultado era estupefaciente: «motivos para creer», «somos más», «no es lo mismo», «soñar con los pies en la tierra», «vivimos juntos, decidimos juntos», etcétera, fueron los eslóganes de campaña. Una bola de emociones sin denotación lógica dirigidas a producir, aglomeradas, una borrosa impresión paralógica. La oposición contestó con vídeos y el gobierno contraatacó con más vídeos, de modo que pudimos asistir al despliegue de una pedagogía política semejante a los capiteles de las iglesias románicas: toscas figuras de rasgos grotescamente hipertrofiados para representarle las pasiones elementales a una muchedumbre sin palabras.
Uno de aquellos días apareció el Yes, We Can, el vídeo de Black Eyed Peas en apoyo de Obama. Incidentalmente, tuvo la virtud de dejar en cueros al show-business local, que, para su mala fortuna, por entonces andaba justo en lo mismo. Pero lo esencial es que me pareció una pieza de un talento y una belleza conmovedores. Y ahí me he quedado colgado, dándole vueltas, con el expediente todavía abierto. Hoy lo he vuelto a ver.
Ahora bien: de las muchas cosas que ese vídeo me da para pensar, la política no es una de ellas. Yo caigo rendido ante la gracia del montaje y la luz de esos rostros y esa música, y también ante la idea de civilización y esperanza que lo anima; y sin embargo, preferiría un mundo en que ese vídeo fuese ineficaz como herramienta política, un mundo donde la gente se avergonzara al distinguir que intentaban liarla con las mañas del arte. Porque un mundo donde la política se discuta en el terreno irracional del arte no es necesariamente un mundo mejor: puede ser el ecosistema idóneo para un mal pintor austriaco, pongamos.
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Como en mi post anterior, también esta vez sabía de una manera mucho más eficaz, más rápida y mucho más artística de contar lo mismo que he contado. Se trataba de enviar a una página partida en dos, así:
Con un vídeo a la izquierda y otro a la derecha, y ya. Desistí por varias razones, aunque en el fondo, el caso es que a mí mismo me repelía colocar a la misma altura, pared con pared, a un negro demócrata norteamericano y a un adolescente vestido de nazi. Por lo demás, mientras buscaba copias por Youtube de la extraordinaria secuencia de Cabaret, me encontré con que el espacio de los comentarios estaba infestado de elogios nazis, y así se me fueron del todo las ganas de juegos. Que una falsa canción patriótica alemana compuesta por dos judíos norteamericanos con el fin de ilustrar el ascenso del mal devenga en una exaltación de orgullo nazi es una prueba desoladora del poder transfigurador de la música y la épica y, en general, de las mistificaciones de la emoción y el arte metidas en política.