Palabras y luna
Un señor taciturno cogió la costumbre de meter papelitos entre la tierra de sus plantas. En cada uno iba una sola palabra escrita a mano. Por supuesto, a las plantas les daba igual. Las plantas viven en un universo de vibraciones, longitudes de onda, fotones, síntesis de azúcares, en el que palabra no es una categoría con sentido. Una planta es un ente materialista que, a lo sumo, podría tener noticia del papel al descomponerse la celulosa.
Después el jardinero tristón empezó a regar las plantas con agua alunada. Una terca superstición rural cree que si se deja un recipiente con agua bajo la luna llena, el agua se empapa de la luna, o mejor dicho, de las propiedades de la luz de la luna. Y hete aquí que, por la razón que sea, resultó que esta agua de luna era capaz de deshacer la palabra. El contenido semántico de la palabra se iba disolviendo y entonces las raíces lo absorbían, porque con la luna y el agua las plantas sí mantienen afinidad y conexión. Punzantes, jubilosas, desordenadas, encantadoras, cianóticas, extrañamente ajenas, las plantas crecían guiadas por la palabra escrita como por un tutor invisible.
Ahora bien, una vez conseguida esta proeza mágica, hay que preguntarse por su sentido. ¿Para qué, si cada planta ya tiene su forma?
No tiene sentido. Pero hay un hombre cachazudo en el jardín nocturno bajo la luz de plata; un aguamanil de cristal bañado en rayos de luna; el canto del grillo en las noches de verano; el olor de la tierra; la exquisita escritura cursiva que aprendió en la escuela; las horas de soledad. El hombre en su día tuvo un largo noviazgo que no salió bien. Tampoco le queda mucho de vida laboral, por otro lado. Con cada uno de los papelitos que entierra, este hombre metódico se come una palabra que cae al fondo de su corazón, se disuelve en agua de luna y lo cambia, lo nutre, lo hace crecer de un modo que no estaba previsto y que seguramente es mejor.