Septiembre

Se acaba el día. Por el cielo pasa un avión tan alto que se ilumina de rojo con la luz de un sol que aquí en el suelo ya se ha ido. En la calleja junto al parque, de entre las sombras, viene una ráfaga de olor silvestre. La calle está sola.

Quizá si volase muy alto, muy alto, podría ver el sol de otros días.

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La primera noche del otoño. La guirnalda de luces tiembla bajo el viento.

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Cada verano enciendo una cerilla que se prende alegre, arde un rato y se apaga. Antes la caja estaba llena; había muchísimas.

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El primer aguacero de septiembre tiene algo de bautizo melancólico.

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Propongo venerar los antiguos cauces de los ríos.

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Otros años, por septiembre, había toallas tiradas en el suelo, barcos lentos entrando en una cala, mañanas frías, arena limpia, luz ambarina que alargaba las sombras.

Y los habrá también ahora, en alguna parte. El mundo existe aunque no sea para uno. Tal es el valor del relato. Tomad a la abuela que cuenta su historia, a un marino borrachín en un bar del puerto. Cuentan «aquello me pasó»; pero significa «aquello existe». No predican de sí mismos. Repiten como faros, como va y vuelve girando la luz del faro, repiten y señalan el extraordinario ser del mundo.

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Leí el otro día que el amarillo de las hojas, todos estos castaños, anaranjados y ocres, está siempre en ellas, y es el otoño el que lo deja ver, al perderse el verde que lo encubre. Me pareció hermoso y lógico.

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Al final, todos mis recuerdos no doblarán con su peso una hoja de hierba.

El mundo

El señor Nakamura ha dedicado su vida al arte del origami. Vive solo; es un hombre sin familia. La sala de su casa la ocupa una ciudad blanca rodeada de campos ondulados y nubes en lo alto. En ese mundo de papel no hay detalle que no asombre por su perfección minuciosa. Y cada pieza está animada con un pequeño movimiento que recuerda a la vida.

Una noche desapacible, el ferry en el que vuelve de su oficina se hunde en la boca de la ría, y con él Nakamura, que siempre viajaba leyendo en la bodega. En el piso deshabitado, la ciudad de origami repite a solas sus gestos perfectos. Los coches están detenidos en los semáforos intermitentes; las figuritas de personas parecen ir y volver a sus tareas; dos trenes se cruzan bajo un puente; las nubes surcan de un lado a otro el techo de la habitación; revolotea una bandada de palomas.

En el cielo del mundo verdadero pasan los días y a través de las ventanas de la sala los crepúsculos colorean de rosa las alas de las grullas y las hojas blancas de los árboles. En la ría, los juncos tiemblan con la brisa. Una carpa dibuja un redondel en el agua.

 

[Grulla]

Verano (otra vez)

Las gaviotas del barrio de mi madre se atalayan en lo alto de los bloques de casas como lo hacen en la roca; otean; chillan; se dejan caer en lentos vuelos circulares. El sol del atardecer les da por debajo, la panza y las alas rojas en el cielo claro, y encima, casi llena, la luna.

Hace un par de años me encontré en un —gran— artículo estos versos de una canción: «Yo no quiero otra copa / solo quiero la de antes otra vez» y no los he olvidado. Los prados junto al mar están cubiertos de la flor blanca de la zanahoria silvestre, como si hubiese nevado. Hay días azules de nubes algodonosas; hay mañanas grises de viva luz blanca con una llovizna finísima que parece niebla. Hay acantilados marinos labrados como las manos de una persona muy vieja. Hay viento; hay luna y gaviotas, como digo. Un día mi madre andaba por casa con una de sus camisetas viejísimas. Era blanca. En la espalda decía «Summer is back!» con una tipografía californiana de color azul ola. Y lo entendí. No es otro verano; es el mismo de antes otra vez.

 

 

[«Verano»:
https://avellana.neunoi.com/2023/06/verano.html]
[«Los sabios también derraman lágrimas». Leon Wieseltier en Letras Libres:
https://letraslibres.com/revista/los-sabios-tambien-derraman-lagrimas/]
[«Hurricane Party», de James McMurtry:
https://www.streetdirectory.com/lyricadvisor/song/ppwwua/hurricane_party/]

Verano

Donde el clima es lo bastante frío, la nieve de un invierno se apila sobre la nieve del invierno pasado, y esta sobre otra, y sobre otra, y sobre todas las capas de nieve de los años. La presión de esa masa acumulada tiene la virtud de transmutar la nieve del fondo. Por eso se mueven los glaciares, creo recordar. Aunque en realidad estoy pensando en el peso de los recuerdos.

 

La víspera del solsticio el día se deshizo en una tenue luz rosa, delicada como un perfume de luz, lenta, esfumada, quieta, que parecía durar a voluntad cuanto quisiera.

 

Al irme a dormir he dejado mis cosas sobre la mesa de la terraza. No va a llover; la noche ni la mañana ni el tiempo tranquilo van a tocarlas. Yo duermo sin ropa y voy descalzo.

 

La felicidad también es una divinidad invisible. Al cabo de los años, allí estará sentada, en una silla bajo la sombra de los árboles, por ejemplo, una mujer de ojos verdes que se divertía con la conversación. Pero no en medio del instante, porque solo es visible para los ojos del recuerdo.

 

(En el canto XIX de la Ilíada, Agamenón llama a la diosa Erinis «vagabunda de la bruma». Lo dice porque camina sin que se la vea).

 

Me puse a buscar aquellos versos de Luis Rosales:

sabiendo que jamás me he equivocado en nada,
sino en las cosas que yo más quería.

Buscándolos, me di cuenta de que justo a la entrada de un verano de hace veinte años empecé el blog. Dice el tango que veinte años no es nada. Y bueno, nada no sé, pero que no es tanto, yo lo confirmo.

 

Cuando la madrugada por fin trae algo de fresco, abro de par en par las ventanas para que el viento de la noche barra la casa.

Mis abuelos tenían la extraña costumbre de cambiar las habitaciones de sitio. La sala pasaba a ser un dormitorio, el dormitorio pasaba a ser comedor, y así. En una de esas, la sala acabó siendo a la vez mi cuarto. Ellos se retiraban temprano, y se esperaba que entonces yo abriese el sofá cama; pero estaba al principo de mi adolescencia y por primera vez tenía un sitio para mí solo. Así que me pasaba la madrugada levantado, dibujando —me había dado por dibujar— y escuchando la radio.

Habría que situarse en aquel barrio, en aquella época. De la radio salían narraciones, versos, canciones, inauditos, rutilantes, como un eco cósmico de galaxias lejanas, a través de un mar de oscuridad. Yo no sabía nada del mundo.

Este junio del año 23, en lo alto de la noche, sentado ante el ordenador, con las ventanas abiertas al viento, veo versos, imágenes, animales extraños y palabras desconocidas, como nunca hubiera imaginado.

Creo que a aquel adolescente le hubiera gustado la vida que he vivido.

 

 

[Junio de 2003 en este blog: https://avellana.neunoi.com/2003_06_01_archivos.html]
[Autobiografía, de Luis Rosales: https://avellana.neunoi.com/2004/03/autobiografia.html]
[Agamenón dice «ἠεροφοῖτις Ἐρινύς»; quien escribe tan bellamente «vagabunda de la bruma» es uno de sus traductores al español, Emilio Crespo Güemes, en la Ilíada de Gredos, 1996, p. 490.]

Avellana fuera de contexto

Nos disponemos a pintar un jardín que es símbolo del mundo. Tiene hierba, flores, un cielo sereno, una tapia de ladrillo. Bien, pues este jardín debe incluir, entre la hierba, las figuras de la ausencia de otras flores.

 

El Juan Avellana de ayer le deja mensajes al de hoy. Fases sueltas, apuntes, citas, que a veces me cuesta comprender, como tablillas de una civilización desaparecida. Algunas veces el Juan de ayer es inalcanzable: «He comprendido la dirección de los sueños. En Venecia y en Berlín», dice una nota. Qué bárbaro. Un poco más abajo: «Los gatos invisibles». El Juan de ayer siempre me parece más listo que el Juan de hoy.

 

Anochece ya. Incluso mayo tiene sus límites.

El cielo es azul profundo, como el añil de lavar. En los claros de las nubes que la tormenta ha limpiado se ven algunas estrellas.

Mientras el cielo esté bien, todo está bien.

 

Y si son los ojos los que están cargados de maravillas.

 

[Una mujer coja. Un hombre que viene con un recibo sin cobrar], dice otro apunte. Escrito así, con corchetes.

Un zoo con animales: pero los animales están ordenados de acuerdo con el emblema de la pasión que representan.

Un cantaor, Arcángel, canta en el Telediario: «Siempre esperando el futuro / y el futuro ya ha pasado».

 

Junto a mi casa, en un parquecito de paso, en plena ciudad, han crecido algunas amapolas en un alcorque. Raquíticas, traslúcidas, famélicas. Las únicas que he visto este año. Cuando voy y vengo del trabajo las saludo interiormente con ternura.

 

Seguro que existe una palabra japonesa pentasílaba que se traduce como «esa sensación de que la vida está sucediendo en otra parte».

 

Hay cierta asimetría cruel en el tiempo de la vida: aquella edad que amé —el sol, el río, la amapola— ya no existe; pero este joven que amó sigue existiendo ahora.

 

Hace un rato he oído al mirlo cantar en la tormenta. Aunque yo no diría que el mirlo canta. Parece más una recitación, una meditación o un rezo.

 

He aquí una mujer con coleta. Hace pastas, hace fotografías y las retoca, trasplanta retoños. Hace cosas y se las da a la gente. ¿Te imaginas que la naturaleza hace pájaros, ponientes, espuma de las olas, de la misma manera?

 

Hay un modo de pensamiento en el que cualquier desgracia se presenta como una lógica. Yo lo llamo antiparanoico, porque a uno nadie le hace nada, ni siquiera la suerte o el destino. Todo lo que le sucede proviene de algo que es, que ha hecho, que no ha hecho, uno mismo.

 

Nos pasamos la tarde con R. Es médica. Un día le pregunté a otro amigo por la especialidad de R. y me contestó: «Cuando entras al hospital, no quieres verla». Es intensivista. Esta mujer delgada y habladora, tirando a ingenua, es la última cara que algunas personas ven.

Se me ocurre esta historia: en vez de una capa negra y un atroz rostro blanco, la muerte es una chica normal que desconoce su propio trabajo.

 

Una vez paseamos por aquí, hace tanto tiempo. Me gustaba que te gustase la luna.

Into dark lands under strange moons (The Hobbit, p. 15).

A fairy tale is not a text. Lo dice Pullman en la introducción a su reescritura de los cuentos de Grimm. Es difícil expresarlo de modo más bello.

Y en tus ojos la luz de la edad.

Abril

Huele a jazmín; el aire es tibio; la luz de la tarde se ha encendido. Llevo un rato afuera, quieto, escuchando. A punto de oír otra voz en la voz de los pájaros.

 

El jazmín de invierno, una tarde de abril, el canto del mirlo. Tres elementales poéticos. Y sin embargo, viniendo desde mi vida, esta escena me parece tan inesperada como ver atardecer en un nuevo planeta. El otro día leí esto de Benjamin: «Para apoderarse de un sitio hay que haber entrado en él desde los cuatro puntos cardinales, e incluso haberlo abandonado en esas mismas direcciones». Igual con un hecho sucede lo mismo. Igual no hay un milagro sin un punto de vista.

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Un hombre dibuja dos redondelitos juntos en una hoja de papel y en eso cae muerto, en mitad del gesto. Quizá iba a dibujar unas gafas. O una bicicleta. Quizá había empezado a escribir oocito. Para completar el significado del dibujo, queremos saber cuál era la intención del hombre; adónde iba, por así decirlo.

Cuando miramos al mundo, creemos que lo vemos en mitad de un gesto.

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«Amapolarse. Pintarse la cara de carmín las mujeres» (DHLE) (DLE).

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Esbozos:

Un viejo charlatán va por las ferias con su carreta enseñando un ángel y un monstruo. Nunca aparecen juntos. Primero uno, luego el otro.

 

En el piso de arriba comienza a sonar una música sobrenatural, maravillosa. Un día coincidimos con el dueño del piso en el supermercado. Intentamos sonsacarle discretamente quiénes son los nuevos inquilinos. Con aire de fastidio nos dice que no, que sigue sin conseguir alquilarlo.

 

En una pequeña ciudad del Cantábrico, una noche hacia el final de la primavera, cada uno de sus habitantes sueña el mismo sueño. Está de pie en una orilla; delante de él, en el agua calmada que espejea, se yergue una columna negra o una viga, parecida al asta de una letra. Estas 50.000 personas acabarán presenciando esa escena en algún momento de su vida, a lo largo de los años. En el encuentro real, la orilla por lo común es una playa, aunque a veces también un lago, una llanura cubierta de espigas; el hito puede ser —en vez de una pilastra— una antigua grúa, un torii, un bolardo.

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En los comentarios del blog, L. me dejó esta cita de John Berger «Aquí, en la tierra, la gente busca la belleza porque les recuerda vagamente el bien» (Hacia la boda).

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Uno quisiera oír la confirmación del mundo en la voz de los pájaros. La primavera, esta primavera extraordinaria, engendra y hace crecer lo que está vivo. El ser corre como un río. Bajo los cielos de estas tardes veo pasar el tiempo que me acaba. Veo que esta vida de ahí es a la vez mi muerte; pero esto lo digo como una constatación tranquila. Exactamente para eso tenemos la palabra elegíaco: para celebrar el esplendor y su tristeza.

 

 

[W. Benjamin, Diario de Moscú. La traducción es de M. Delgado. Taurus, Madrid, 1988].

La afasia

En un pueblo rodeado de trigales, un día a principios de marzo comienzan a faltar las palabras. Los que van a hablar se detienen en medio de una frase corriente, tropiezan, tartajean, farfullan, enmudecen. Cuando descubren que lo mismo les ocurre a todos, salen corriendo hacia el silo de las palabras, que está a las afueras, junto al río.

La puerta yace en el suelo, derribada por un golpe desmedido, con los candados aún colgando de la madera astillada. Dentro, por el suelo, quedan esparcidas algunas palabras pequeñas: farrapo, migaja, chirivín; poco más. El silo está vacío.

Así no se puede vivir. Al día siguiente, por señas, deciden formar una cuadrilla y salir a buscar sus palabras. Cada cierto trecho encuentran algunas, tiradas aquí y allá, que han debido de caerse del botín. También se cruzan con árboles tronchados, con rescoldos de fuegos recientes. Se miran. Estaba claro que había sido el dragón.

La vieja bestia codiciosa. Espían el palacio en ruinas que le sirve de guarida hasta convencerse de que no está dentro. Entran de puntillas. Lo que descubren es un tesoro de palabras apiladas y desparramadas por los salones de altos techos. Algunas relumbran como estrellas. Las suyas están junto a la entrada, recién descargadas, amontonadas encima de otras. Las recogen a paletadas, ensacando a espetaperro, temerosos del dragón.

De vuelta en el pueblo, ya a salvo, se celebra en la plaza un concejo abierto que dura dieciséis horas. Todo el mundo pide hablar y se explaya con tiempo, bien a su placer. La conversación prende en corros. Es una logorrea exuberante. Embriagados de oratoria, saborean las nuevas palabras extrañas que se han traído mezcladas con las suyas. Algunas arcaicas, otras enjoyadas, caprichosas, o absurdamente precisas, o rarezas de idiomas remotos, invenciones. En los siglos venideros, la lengua de este pueblo será el asombro de la filología.

Febrero

Por las tardes, dos luceros en el cielo violeta y después la fina curva de la luna. Como una notación del mundo en cuatro rasgos puros: una línea recta, el arco de la luna, dos puntos de luz sobre un plano infinito.

 

Al principio, el buey, aleph, se escribía dibujando la cabeza de un buey, su jeroglífico. La cabeza se resumió en pictograma y el pictograma en los tres escuetos trazos de la A. La M al principio fue el agua. Y así las demás letras del alfabeto: una casa, un camello, una puerta, una ventana, una mano, una rueda...

En el principio de cada letra hubo una cosa. Es sugestivo imaginar, por analogía, un abecedario de veintitantos objetos elementales con los que se puede organizar el universo.

 

De una entrevista de John Berger, hace años: «Imagínate que tienes que mover un montón de arena de aquí allí. Piensas con pesadumbre: «¿Cuándo terminaré esto?». Después hay un momento concreto en el que parece que la arena se pone de tu parte».

 

Jeroglífico significa ‘escritura sagrada’. Pero toda escritura nos es sagrada, en cierto modo.

 

«Este hombre en marcha sobre la tierra que gira (...) va también, como todos nosotros, caminando dentro de sí mismo» (Marguerite Yourcenar sobre Bashô).

 

Unos niños se pasan el día de playa recogiendo tesoros del suelo. Por la noche, en casa, la geometría de las conchas, las suaves piedras como huevos de pájaro, las cuentas de vidrio pulidas por la marea, terminan en una bolsa, encima de cualquier armario. ¿Qué queda de esos tesoros después de un mes, un año, una vida? Lo que los niños recogían, sin saberlo, era el sol, el salitre, el noble cansancio, la piel de sus primos, el difuso recuerdo de la alegría.

No niego que sean tesoros: por mi casa hay conchas, piedras y maderas de orillas y cunetas que he olvidado. Lo que quiero decir es si los hechos de una biografía no serán, a fin de cuentas, un medio más o menos útil o bello de estar vivo.

 

Estoy pensando en Bashô por aquella vieja historia de la libélula, que me ha vuelto a la cabeza. Un día, iba Bashô por un campo de arroz con su discípulo Kikaku cuando éste, al ver una libélula, compuso un poema:

Libélulas rojas.
Quítales las alas:
¡son pimientos!

Bashô le respondió: «No». Y compuso otro poema:

Pimientos.
Ponles dos alas:
¡son libélulas!

Ahí está todo.

 

 

[John Berger en El País
https://elpais.com/diario/2000/03/06/cultura/952297204_850215.html
Bashô va de camino
https://patriciadamiano.blogspot.com/2019/05/marguerite-
yourcenar-basho-va-de-camino.html
]

Entrar en el paraíso

Durante años, muchas noches me iba a la cama diciendo: «Ojalá sea esta noche y venga otro sueño como aquellos», porque algunas mañanas me había despertado transfigurado por sueños extraordinarios, tiempo atrás. Pero nunca volvieron; ni una sola vez conseguí convocar o propiciar un sueño.

Este primero de enero hubiera querido soñar que sacábamos hielo puro y agua de un pozo en la tierra y los bebíamos. Y con el agua que quedaba en una palangana nos lavábamos la cara y nos frotábamos los ojos, que se aclaraban, se agrandaban y veían hasta más allá de los límites de este tiempo. Veían promesas y bellezas como paisajes en la distancia, y no temíamos nada.

 

Me gustan las canciones con una estrofa de prólogo. Me gusta cuando Annette Hanshaw dice «That's all!» al final de las canciones. Me gusta la espuma del café, las guirnaldas de luces, los versos octosílabos. Me gustan casi todas las cervezas, hasta las malas.

 

Me gustan los recuerdos de la gente mayor. Hablan, y lo que importa es lo que hay detrás de los ojos; esa mirada que va hacia adentro, esa mirada ida, que no está en la misma habitación que los presentes, como si mirase a la mismísima verdad de la existencia.

 

Me gusta la noche de Reyes. Me gusta el recuerdo adulto de la noche de Reyes. Me gustan las estrellas. Me gustarían las estrellas y sus nombres aunque no existiesen, aunque se las hubiese inventado una tradición o un poeta legendario.

 

Me gustan cosas que existen y cosas que no existen. Y luego están las cosas que me gustarían aunque no existieran (el matiz es importante). También están las cosas que antes no me gustaban tanto y ahora sí (la arquitectura de hormigón, el vino tinto, los últimos cuartetos de Beethoven). Las cosas que no sé que me gustan. Las cosas que acabarán gustándome algún día.

 

Unos arqueólogos descubren el palacio enigmático de una civilización perdida. Sus paredes les hablan con una voz despaciosa y amable: esa virtud les imbuyeron sus arquitectos, en la cima de su oficio. Pero lo que ellos no podían saber es que con el paso de los siglos el ser humano habría perdido el oído para ese rango de frecuencias.

Los arqueólogos se devanan los sesos, recorren las galerías, conjeturan. Mientras, las paredes gritan. Pero ellos están sordos.

 

A las tres de la mañana de la noche de Reyes me fui a dormir. Pasé por delante de la ventana. Todo estaba Iluminado por la luna. El cielo limpio, sin nubes, lleno de estrellas. Hacía frío. Pensé que el mundo estaba bien.

 

Escribe Michaux: «No, sí, no. Sí, claro, me quejo. Incluso el agua suspira al caer».

 

Entrar en el paraíso es muy difícil, todo el mundo lo dice. Si no has llevado una vida perfecta, desde la misma cancela de entrada caes al purgatorio. Allí te preparas para el examen de vuelta. Estudias varios meses una flor, para empezar. Te acostumbras a los martes. Oyes llorar a un niño 29 días seguidos sin impaciencia. Ves caer los aguaceros sobre las grandes llanuras del purgatorio. Aceptas los cuentos incompletos. Te gusta nadar en el mar frío. Llegas hasta los límites de la gramática, allá donde se difumina en páramos neblinosos. Escuchas a la hierba sin contradecirla. Sabes llevar la cuenta de las olas. Te duermes y te despiertas canturreando canciones desconocidas. Te haces a todo y estás de lo más bien. No te presentas al examen para el paraíso; ni te acuerdas.

 

[Henri Michaux, Poemas escogidos, Visor. La traducción es de Julia Escobar.]

Esta raya en la arena

Hace un tiempo, viajé a casa de mi madre para pasar la Navidad y encontré que había decorado los cristales de las ventanas con unas figuritas de plástico pegadizo, transparentes y coloridas como gominolas. Mirabas el cielo de invierno y veías la estrella, las nubes o la luna suspendidas junto a las figuras amarillas, verdes, rojas, de mi madre. Han pasado algunos años y todavía cuando miro desde mi ventana en esa casa sigo viendo aquellas figuritas que duraron quince días.

*

Antes yo quería ser esto o quería ser lo otro, y aquel llegar a ser era una fuente de muchas preocupaciones. La edad me ha despreocupado, porque ya soy. Lo que sea, da igual: soy cosa hecha. Ya solo me queda estar.

No me recuerdo especialmente feliz por ser esto o lo otro; en cambio, si se está bien, estar puede ser maravilloso.

*

Hacia allá queda el pasado y allá enfrente el futuro. El pasado alcanza hasta aquí, hasta esta raya, a partir de la cual empieza el futuro. Aunque sea una raya en la arena que acabo de trazar yo, traspasarla es metafísicamente imposible. De ahí hacia adelante no se ve.

El pasado sí se ve; aunque no se sabe qué. Desarticulado, informe, cambiable, una niebla sin sentido. El pasado y el futuro se diferencian por su clase de irrealidad.

*

Una frase sacada de cada mes de 2022 en este blog:

Un sueño que he olvidado,
una ciudad al final del invierno,
semillas como pétalos,
acantilados mordidos por las mareas.

 

Una luz sobrenatural que viene del mañana.
Los vencejos, el viento de verano,
el sol amarillo del final de la tarde,
la arena sin pisar.

 

Las galaxias, los vastos vientos tibios, el destino.
Ceniza de los días que ardieron,
el fulgor amarillo de las hojas caídas,
una estrella sola en el cielo azul pálido.

*

Una estrella sola en el cielo azul pálido. Esa imagen me he traído de mis Navidades allí. El símbolo de la única cosa capaz de traspasar la raya en el suelo donde empieza el futuro: la aspiración a lo alto, la alegría, el deseo del mañana, la esperanza.

 

Feliz año.

Rohuna

Fotografía de un árbol en un jardín

Eden Revisited: A Garden in Northern Morocco, de Umberto Pasti, con fotografías de Ngoc Minh Ngo

Sicilia, 1961

Un árbol en un jardín

Eden Revisited: A Garden in Northern Morocco, de Umberto Pasti, con fotografías de Ngoc Minh Ngo

Escribir en el paisaje

Joven de pie una pasarela de hormigón al borde del mar

La escalera de San Juan

Quedan dos semanas de ascenso hacia la luz. Cada día, un cucharón de luz en nuestro plato, como el que se acerca a una beneficencia. Que ni una gota se pierda.

Opiniones

Vivíamos en una época que no distinguía los hechos de las opiniones. Pero ahora hemos pasado a considerar que esa distinción es un crimen

Canción del deshojamiento de las palabras

Las palabras tienen
sombra de verano,
fuera de la sombra
se van deshojando;

 

Luis Rosales, Canciones.

De Antología poética, Ediciones Rialf, p. 170.

Palabras

¿De verdad creéis que si cambiando las palabras se pudiese cambiar la realidad, la realidad seguiría estando ahí?

Originales

En materia de imbecilidades, la originalidad es un agravante.

NY, 9/11

Silueta de Nueva York en blanco y negro

Primera secuencia de Manhattan, de Woody Allen (con subtítulos en español).

Primavera 1930

Rostro de mujer en blanco y negro

Una fotografía de Erwin Blumenfeld (1897-1969) en iainclaridge.net. Una primavera antigua.