El gato y la garza

Hace unos días, según subíamos el camino, se nos cruzó un gato negro, de izquierda a derecha. Era al principio de la tarde, en la ribera del Pas. El gato salió, dio dos pasos y se quedó parado entre las sombras del camino arbolado, a medio gesto, como una moneda de canto que aún no ha decidido de qué cara caer. Por fin, tiró hacia la derecha, acabó de cruzar y se escondió entre la hierba.

Al bajar, unas horas después, una garza blanca se levantó en el aire y cruzó ese mismo camino ante nosotros, de derecha a izquierda, irreal y calma, resplandeciente al sol amarillo del final de la tarde.

La vida se presenta y yo hablo. La vida no es decible; pero yo lo intento. Ese fracaso imprescindible es la escritura.

Tardes de junio

El día entra en la noche como el nadador en el mar de verano. La luz no se va; resplandece en el fondo del cielo oscuro como la corriente fría se queda en el fondo del agua.

 

Se levanta una brisa que viene del horizonte, y dentro del pecho uno siente moverse las hojas.

 

«¿Os acordáis de cuando el verano era nuevo?», dirá el insecto efímero. Se refiere a los primeros días de junio, frescos; a las nubes lanudas y blancas, a los árboles que tremolaban en la mañana, a la luna llena. Para él, un mes es una época.

 

Al caer la noche posé dos libros en el suelo de la terraza. Al rato los recogí y estaban tibios como un cuerpo vivo.

 

Cuando yo era niño, en las portadas de ciencia ficción salían cielos así. Limpios cielos de epopeya, azules, puros, añiles, claros por el horizonte, naranja pálido, lavanda y rosa, campos infinitos de esperanza. Tan inmenso lo posible.

 

Hay gente con propensión a creer, esto es, a dejarse deslumbrar por una idea: los fanáticos y los ilusos. Yo soy de los ilusos. Para el iluso de corazón, el mundo está inacabado. O está acabado, pero aún no se ha mostrado entero, no se ha terminado de contar.

 

En la ciudad de Ambalong hay tres mil templos, pero solo uno del dios verdadero y nadie sabe cuál es. Un hombre pide por la salud de su hijo, de rodillas sobre el suelo de piedra. Desconoce si se dirige un poder bondadoso o si está en la morada de un loco alucinado, un payaso, un ladrón vano. Uno entre tres mil. El hombre reza y llora, la cara aplastada contra el suelo.

 

Media vida se vive como una épica y la otra media como una lírica. Al menos, según mi experiencia.

 

Aquella época del mundo. Cuando cada día es una esperanza; cada libro, un viaje; cada noticia, una puerta.

 

Lo que alguna vez me dolió se ha curado. Lo que me va a doler no está hoy aquí. Ojalá estas horas de eternidad durasen siempre. El cielo, la luz de la tarde, los vencejos, el viento de verano.

Como luz de mayo

Uno tiene que plantar, porque así se preocupa por todo lo que nace. Y no acaba preocupándose por todo lo que muere.

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Y si fuese luz de mayo en vez de agua de mayo. «Llegó como luz de mayo»; «lo esperaba como luz de mayo».

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Un pájaro. Entre los cables de la luz, por los parterres donde esconde comida, las chimeneas, cantando desde una antena de televisión, enredado en la ciudad, repitiendo los mismos gestos de un millón de años en el bosque. Igual que nosotros.

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¿Qué es la vida? ¿Es este pulso en mis sienes, este presente de la sangre, como lo que significa en «quitarle a uno la vida», o en cambio es esa relacion hecha de tiempo, planteamiento, nudo, esa idea, como cuando decimos «ha tenido una buena vida»? ¿Este momento inmediato o los largos años? Lo pregunto porque no estoy muy seguro de que la vida pueda ser las dos cosas a la vez.

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Los cadáveres de los civiles están tirados en medio de la acera, los dedos hinchados y azules. Cerca están sus maletas, en la calzada, de pie sobre las ruedas. Habría que abrir las maletas de los muertos. Habría que mirar lo que llevaban, recontarlo y exponerlo, desparramarlo, silabearlo. Fotografiarlo. «Esto es», diría la foto; «esto es, miradlo».

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El sábado, desde la ventana, veía abajo a unos niños celebrar un cumpleaños, en la hierba. Hacía calor de verano, un sol rotundo. Tenían globos y tarta y se empapaban con pistolas de agua. Gritando y corriendo sin parar, toda la tarde, hasta que fue acercándose la noche y dejé de oírlos. Un rato después, el equipo de fútbol de la ciudad ganó la Liga de Campeones y vino la alegría y estallaron los fuegos artificiales. Yo miraba las estrellas. Quizá alguno de aquellos niños no olvide nunca este día de mayo.

Cómo me alegro. Yo llevaré mucho tiempo muerto y mi noche perfumada de primavera seguirá viva.

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Las personas no pueden vivir siempre, pero a veces dicen: «vive tú por mí». Extrañamente, es un consuelo.

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Algún día volveré a estos días y habrá crecido musgo en las grietas. Habrá palacios en ruinas, un eco de canciones. La memoria transfigurará el mundo. Los colores serán más irreales y más vivos. Miro mis manos ahora y están iluminadas por una luz sobrenatural que viene del mañana.

Diario

Este blog es un diario. En realidad, casi todo es un diario. Una agenda. Una hoja de excel. Un fotógrafo minucioso. Las rayas que hace un preso en su mazmorra para contar los días. Los anillos de los árboles, por supuesto. Los acantilados mordidos por las mareas. Los anales de bambú. Alguna canción de Jacques Brel. Las lápidas del cementerio de un pueblo pequeño. La máquina limpiadora que criba la arena de la playa. El calendario astral de una civilización perdida. El ornitólogo que graba la música del mirlo. La piel. La precesión de los equinoccios. Los que ven crecer a sus hijos. Los fósiles de conchas en la roca caliza. Los cráteres de la Luna. La memoria de un ser imaginable que mire las nubes y se acuerde de ellas, de sus transformaciones y sus formas. Una vida.

 

Este blog es un diario porque en él cuento lo que me ha pasado, por lo común de mes en mes. Antiguamente, inocentemente, yo creía que la caída de un libro desde una balda pertenecía a otro orden que una idea, puesto que una era la vida y la otra versaba sobre la vida. Hasta que un día comprendí que ambas suceden juntas aquí, en esta Tierra que circunda esta galaxia que navega; aquí y en ninguna otra parte; aquí donde se ha caído con un plof un libro o yo he imaginado un pez o yo he sentido.

 

El murio es un pez melancólico de aguas frías. Sus pensamientos lo lastran. Cae hacia las capas inferiores de agua, allí donde el alimento es escaso y solo llega una luz pobre. El murio se arrastra por las piedras del fondo, miserable.

 

Una vida es un diario. Tamaño 1:1.

 

Este blog es un diario. Ciertos meses uno de los hechos se hipertrofia y lo ocupa entero; pero, si no, se intenta que haya un pensamiento, una mentira, una cita, un sueño, un recuerdo, una enumeración, una estrella. Si falta alguna de esas cosas, vale sustituirla por un pájaro. Aunque muchas veces pongo el pájaro solo por gusto.

 

Leído en un cartel: "Corte para jubilados. 5€». Y me ha dado muchísima ternura.

 

La extravagante belleza de los pensamientos de Wittgenstein: «Se debería mantener la profundidad en la magia».

 

Unos extraterrestres poderosos aterrizan aquí al lado de casa, con gran aparato. Se apean dos y me interpelan: «¿Por qué usáis el mismo término para designar esas vastas bolas de fuego que son la luz del universo y un pequeño equinodermo que yace en la penumbra de vuestros suelos marinos?». «¿Estrella? Eh... Porque, en cierto modo, en nuestro cerebro son semejantes». Uno de los extraterrestres se queda mirando al otro con una expresión de estupor y maravilla, como diciendo: «¿Tú lo estás viendo?».

 

¿Qué no es un diario? Los hoyitos de las gotas en la arena cuando empieza la lluvia. Las figuras incesantes de las nubes si no hay un ser capaz de recordarlas. Las fresas. Una ciudad de la que solo queda su nombre en una tablilla de barro. Una tormenta que se levanta en mar abierto. Las partes blandas del cuerpo de los fósiles, que no dejan rastro: su hígado, su piel, sus merecimientos, sus sueños cuando dormían.

 

 

[La cita de Wittgenstein, en Observaciones a La Rama Dorada de Frazer]
[Noviembre]

Avellana: su cuaderno de viaje X

La ceremonia vespertina de los pájaros

 

Les echan comida a los pájaros en un campo de arcilla aplanada. Arroz cocido con azafrán, dados de pan verdes y rosas, semillas como pétalos, bolitas transparentes, estrellas tibias de olor de tierra. Los pájaros bajan a la caída de la tarde. Se posan sobre la arcilla. La gente calla y contempla la majestad de las aves de plumas irisadas, o níveas, o azules y fucsias, de cuellos largos y crestas de ángel. Solo aceptan bocados perfectos. Abren las alas enormes, como el velamen de un barco celeste. Se pasean entre los trozos de comida y la desprecian. Uno de los pájaros se acerca a un mendrugo aquí, otro se fija en una bolita allá, pero no los prueban. No importa. El pueblo los mira en silencio. De pronto, uno levanta el vuelo. Todos los demás lo siguen, hacia lo lejos, a lo alto. Casi se ha hecho de noche. La multitud se dispersa.

 

[Avellana: su cuaderno de viaje IX]

En la ciudad al final del invierno

Durante unos años he hablado de la ciudad, la he recordado, la he buscado en los mapas; así que ahora que camino por sus calles es como un escenario o un sueño.

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En Zistrias, la gente ofrenda sus hijos a los dioses desconocidos. Un día, los dioses aparecen y los reclaman.

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Mi tiempo, cada vez más acelerado. Ningún viaje es demasiado largo; no me importan las salas de espera; el triste invierno ha sido un pestañeo. Mi conciencia tiene la calidad de un arroyo. Mi alma, la duración de un insecto.

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Una vez, en el metro, iba una madre con su niño, sentado en una silla de paseo. En la cesta bajo la silla llevaban una caja de fresones. La madre se acuclillaba, tomaba un fresón grande, rojo, le quitaba el cáliz verde con los dientes y pasaba la pulpa carnosa a la boca del niño. Cuando hablo de fresas me viene a la cabeza esa escena corriente, que no se me olvida.

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Todo lo que creí juicios sobre el mundo eran estados de mi ánimo.

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A., por Venecia, con una bolsa de fresas en la mano. Le fragole.

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Las personas inteligentes, me doy cuenta ahora, no lo son porque ellas sí entiendan una proposición intelectual o artística inaudita. Es que soportan la incertidumbre de la incomprensión sin enfadarse. No la desprecian; e incluso a veces la abrigan.

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Una mujer, una mañana: como un milagro dentro de un milagro.

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El fondo no es el blanco de la página. En el blanco de la página no hay nada. El fondo sobre el que se escribe el relato de unos hechos está compuesto por las expectativas del lector, lo consabido. Uno escribe como si pintase encima de lo que no hace falta decir.

Las armas atómicas rusas están ahora mismo en alerta mientras yo hablo de ciudades y fresas al final del invierno. Pero la ciudad meláncólica ha tejido sus bordados de piedra entre el comercio y la muerte, y los claros muros crepusculares sobre las aguas verdes de la laguna se han levantado entre siglos de pestes y guerra. Hoy es como como cualquier otro día.

Ochocientos dólares sin contar la inflación

Al hacer la mudanza he visto que solo conservo un libro de mi niñez, un Huckleberry Finn de la colección Crisol que le cogí a mi padre. Los crisoles eran unos libritos minúsculos de la editorial Aguilar, de papel biblia y tapas rojas de plástico, poco mayores que la palma de una mano. A mi padre le encantaban. Este Huckleberry Finn desencuadernado se me ha caído al suelo al vaciar una caja, bocabajo, abierto por la página 113. Me he sentado ahí mismo y me he puesto a leerlo.

Llevaba mucho tiempo sin hacer una mudanza. La casa en que nací ya no existe, ni tampoco la primera casa a la que me fui a vivir solo. También han tirado la casa donde se crió mi madre, en la que acabé viviendo yo bastante tiempo. Casas reumáticas del casco antiguo de aquel puerto lluvioso, condenadas al derribo.

Mis abuelos se fueron a un piso de alquiler en un barrio de las afueras. De ahí que la casa de mi abuela aún siga en pie, aunque hoy pintada de un absurdo color alegre. Allí pasé mi adolescencia. Durante unas elecciones, por la Transición, el Partido Comunista sacó un panfleto que decía: «En estos tugurios hacinan a nuestros obreros», con una foto en la que salía nuestra ventana.

Ahora vivo aquí. Desde la terraza veo el sol poniente. Al final de esta mudanza, una por una, todas mis cosas han pasado por mis manos. Las he mirado y les he dado su sitio. Muy pocas dicen algo.

Hay una forma insidiosa de olvido de la que nadie me había avisado. Se recuerdan los hechos, pero vacíos de la vividez de la experiencia, desvanecida. La memoria devuelve una imagen, digamos, de este hombre comiendo sopa, pero no la reviviscencia del sabor de aquella sopa. La sensación se ha perdido. El relato es, formalmente, gramaticalmente mío; por lo demás, no es distinguible de un relato en tercera persona.

El mundo vuelve cada mañana. El cielo es azul. No sé quién soy. Mi vida parece un sueño que he olvidado. Pero no importa.

En la página 113 de mi edición de Huckleberry Finn, Jim, el esclavo fugitivo, reflexiona sobre la época en la que tuvo dinero y lo perdió. Huck intenta animarlo: «Después de todo, Jim, eso no tiene importancia, porque tú has de ser rico otra vez, más pronto o más tarde». Y Jim responde: «Si; y bien mirado, soy ahora mismo rico, porque soy dueño de mi mismo y yo valgo ochocientos dólares».

Eso es. Lo que tuve lo he perdido; pero de verdad que no importa. Yo me tengo.

 

[La traducción, entrañable, es de Amando Lázaro Ros.]

Parábola de fin de año

Imaginad un rey. Un rey de tiempos antiguos que se dirige en comitiva a la cueva de la sibila para consultar el oráculo. El hígado de la víctima ha asustado esta mañana a los arúspices que lo acompañan.

La sibila está sentada al fondo de la cueva, en penumbra, delante de un estanque circular profundo y verde. El brasero de bronce esparce un humo aromático. Es una mujer joven. El rey se le acerca solo, destocado y sin manto. De un caneco de barro ella le da a beber un líquido espeso de regusto marino.

El rey fija la mirada en la tiniebla del estanque y entonces le asalta la visión espantosa del final de su reino: murallas derruidas, incendios, abandono, columnas partidas entre la hierba, bramidos de dolor, cadáveres hinchados de animales y hombres por los campos.

Vuelve a su palacio trastabillando, con la mirada perdida. Desde la altura del capitolio se ve el ancho mar, al norte; hacia el sur, la ciudad, que es su maravilla y su obra. Algún día, se dice, esto que veo serán recuerdos de oro, resplandores de una edad feliz añorada en tiempos de oscuridad.

El mundo se le revela, mármol, azul y oro, sublime. A su espalda, sobre el mar, el cielo de la anochecida se dilata en capas de azul, desde el celeste pálido hasta el añil más puro. Brilla una estrella.

 

Feliz año.

Variaciones

Un estudiante se detiene en la calle y se asoma a un zaguán sombrío, fascinado por los cristales rojos de la puerta vidriera que relumbra al fondo. Una niña que camina bajo una arboleda encuentra un sendero que nunca había visto, casi cerrado por la espesura. Siguen el sendero o cruzan la puerta, recorren una pradera interminable de hierba lisa o una sucesión de estancias crecientemente fantásticas, un breve laberinto vegetal, un cielorraso añil tachonado de estrellas, un claro en el bosque donde se oye una música, un arroyo circular con peces dorados y rojos, ramas cuajadas de frutas extrañas y cantos de aves del paraíso, un aljibe milenario donde crecen nenúfares y violetas de agua, infinitos anaqueles con caracolas marinas, árboles de corteza broncínea y savia de oro, un rinoceronte de piedra, un unicornio, una piscina nocturna en la que fosforece una danza lenta de medusas. Uno y otra terminan el camino o salen de la casa y van a dar aquí, a este presente: el personaje se mira a sí mismo y a los lectores y entendemos que el párrafo se ha alargado 80 años.

El estudiante y la niña son variaciones argumentales de una misma historia que me vuelve a la cabeza desde hace tiempo. Este verano, sentado en la playa, imaginé un niño absorto contemplando largo rato la orilla cambiable, el imperceptible movimiento de la marea. Cuando el niño aparta la vista del mar y se incorpora soy yo, hoy, y le hablo al texto (solo que esto ya no es ficción sino una mera elipsis).

A la larga uno aprende que hay un hecho muy grande: el suceso central de estar vivo y en este mundo, y —creo que es eso lo que mi imaginación está intentando narrar— ese hecho es de un orden tal que el resto de las peripecias se pueden contar al vuelo, como suspiros.

Otoño

Esta luz de octubre es ya del color del recuerdo.

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Me he convertido en un fantasma y me aparezco en lo que escribo.

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Una mañana, el revuelo de la brisa levanta una luz alegre en el verdor de unas hojas. Como una fruta de verano rezagada entre las frutas de otoño y que aún es firme, y sabe dulce.

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De una rama seca y negra, aquí, salieron rosas. Crecieron en verano; murieron en otoños descaecidos. El mirlo vino a cantar en tardes pensativas. Según parece, rosas y mirlos son tópicos poéticos; pero juro que yo he vivido mi vida una vez sola, por primera vez, y ha sido mía.

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Umberto Pasti ha plantado un gran jardín edénico. Quizá porque además de jardinero es escritor, las partes del jardín me recuerdan capítulos de un texto: el Jardín del Portugués, la Exedra bajo la Higuera,  la Sala del Trono, el Jardín de Sombra, la Puerta del Mar.

Escribe Pasti:  «Para nosotros, los jardineros, el paraíso no existe en otros lugares, está aquí. Se llama mundo, y el lugar donde se encuentra lleva por nombre realidad».

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Qué clase de persona considera una noticia la luz sobre unas hojas.

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«En las áreas en las que nos ocupamos, la comprensión sólo se produce en forma de relámpagos. El texto es el largo trueno que los sigue». (Walter Benjamin en el Libro de los pasajes).

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«Pasaba de la apatía a la melancolía sin motivo alguno y tuvo gran afición a la alquimia, disciplina que conoció a la edad de once años en la corte de Madrid, donde se educó junto a su tío el rey Felipe II. (...) También le interesaban la astrología, la magia, el coleccionismo de objetos raros y los juguetes mecánicos, especialmente autómatas, relojes y máquinas de “movimiento perpetuo”».

«Dedicado por completo a sus entretenimientos y raras excentricidades —como coleccionar monedas, piedras preciosas, manuscritos de magia y alquimia, péndulos, cráneos, gente deforme y enanos, con los cuales formó un regimiento de soldados—, se paseaba vestido de negro al estilo español por los pasillos del castillo». (El rey Rodolfo II, según la Wikipedia).

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Los habitantes de estos bloques de viviendas, al extremo del mundo, vuelven tarde de sus trabajos. Cae la noche en silencio sobre el barrio. Ninguna ventana está encendida. Parece el crepúsculo de un sueño.

Vamos a imaginar una variación de la vieja historia: que un hombre y la Muerte no se encuentran en un mercado de Bagdad y se miran uno a otro con sorpresa; que con quien se topa el hombre es con su vida. El hombre ve la figura de su destino, de pie entre la gente, y se dice: ¿es esto lo que mi vida iba a ser y nunca supe? ¿Es este su aspecto, estas son sus trazas y su rostro?

Esto que veo, este atardecer de otoño al final de la ciudad ¿es el rostro de mi vida?

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[«El gesto de la muerte»:
https://lapiedradesisifo.com/2009/11/25/el-gesto-de-la-muerte-de-jean-cocteau/
Un par de fragmentos de Perdido en el paraíso, libro de Umberto Pasti, sobre el jardín de Rohuna:
https://msur.es/2020/05/25/umberto-pasti-paraiso/
Algunas fotografías sacadas de Eden Revisited: A Garden in Northern Morocco, una colaboración entre Umberto Pasti y la fotógrafa Ngoc Minh Ngo: 
https://www.roseandivyjournal.com/stories/2019/11/4/garden-dreamer-eden-revisited
La cita de Benjamin en español la encontré aquí:
https://twitter.com/knbaraldi/status/1439880578912894977]

París III

A estas alturas, yo no necesito líderes con ideología. Es bastante que tengan principios.

París II

Tres personas colocan una bandera francesa en una calle de París

Fotografía de Etienne Laurent en la portada de El País de hoy. El pie de foto dice: «Tres personas colocan una bandera francesa ante uno de los restaurantes atacados por el ISIS el viernes en París».

París

Nuestra alegría de vivir es nuestra victoria.

Quién hubiera tal ventura

... sobre las aguas del mar. Una historia antigua.

Hacen mundos

Una mujer trabaja en un taller lleno de globos terráqueos

El oficio de Bellerby & Co. Globemakers es fabricar a mano pequeñas Tierras. Su taller es el lugar de trabajo más bonito que se me ocurre.

Libertad

Los españoles odian tanto la libertad como aman el desorden.

Commuters

[Foto] Un hombre detrás de la ventanilla de un tren

Serie de fotografías de Arnau Oriol: viajeros de cercanías camino de su trabajo, en Londres, a primera hora de la mañana. Al otro lado de la ventanilla, rostros absortos, de una intensidad extraordinaria.

Domingo, invierno

Un hombre viejo con su perro viejo bajo la lluvia: como dos hermanos.

Milo en la nieve

[Foto] Un gato negro en la nieve

Farm Pond

Dibujo de una granja bajo la nieve

Farm Pond (1957), acuarela de Andrew Wyeth (vía scotch & jazz @ dusk).