Diciembre
Todavía quedan hojas de otoño. El sol de invierno las enciende al trasluz con un resplandor amarillo, como ascuas. Cuando vi nacer esas hojas, en primavera, cuando apuntaban, cuando se desplegaban, verdes tiernas, arrugadas como gasas, yo no comprendía que aquello tan pequeño sería algo tan grande que duraría tanto, que me alimentaría hasta en su destrucción, en su final, incluso en su ausencia.
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En diciembre están derruidos los palacios de los pájaros.
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De mi primera a mi última casa —entre donde nací y donde vivo ahora— hay una vía de tren, larga como media España, digamos. La he recorrido muchos años. A veces me imagino que me hubiese salido de la vía, llegado hasta cualquier punto del horizonte y quedado allí, sentado en una piedra, debajo de un árbol, o en alguna casa. Y si la vida hubiese estado ahí a lo lejos, al otro lado de las ventanillas, a la vista, mientras yo iba y venía, sumido en otras cosas que no eran la vida.
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Se fueron las hormigas. Las puertas de sus casas están abiertas. Las camas deshechas, puestos los manteles. Las contraventanas baten al viento. Un vasito de plástico rueda por el suelo. En un tendal, olvidados, minúsculos calcetines de hormiga. Las macetas están secas. Más allá, sus campos mustios, vacíos, y el rojo sol de invierno. Se fueron las hormigas.
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La naturaleza última de la materia es muy difícil de estudiar porque a esa escala tan pequeña no existen los números.
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Quizá algún día celebremos el nacimiento de la inteligencia artificial como el día que dejamos de estar solos.
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Escribir directamente sobre la arena para ahorrarle trabajo al tiempo.
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El año se acaba bajo la luna menguante. La noche es fría y clara. La miro y querría volverme hacia adentro, a pedirles calor a las cosas pequeñas.
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El año se acaba y empieza otro. Quizá esta vez todo sea distinto; quizá todo se repita igual.
Feliz año.