Diciembre

Todavía quedan hojas de otoño. El sol de invierno las enciende al trasluz con un resplandor amarillo, como ascuas. Cuando vi nacer esas hojas, en primavera, cuando apuntaban, cuando se desplegaban, verdes tiernas, arrugadas como gasas, yo no comprendía que aquello tan pequeño sería algo tan grande que duraría tanto, que me alimentaría hasta en su destrucción, en su final, incluso en su ausencia.

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En diciembre están derruidos los palacios de los pájaros.

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De mi primera a mi última casa —entre donde nací y donde vivo ahora— hay una vía de tren, larga como media España, digamos. La he recorrido muchos años. A veces me imagino que me hubiese salido de la vía, llegado hasta cualquier punto del horizonte y quedado allí, sentado en una piedra, debajo de un árbol, o en alguna casa. Y si la vida hubiese estado ahí a lo lejos, al otro lado de las ventanillas, a la vista, mientras yo iba y venía, sumido en otras cosas que no eran la vida.

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Se fueron las hormigas. Las puertas de sus casas están abiertas. Las camas deshechas, puestos los manteles. Las contraventanas baten al viento. Un vasito de plástico rueda por el suelo. En un tendal, olvidados, minúsculos calcetines de hormiga. Las macetas están secas. Más allá, sus campos mustios, vacíos, y el rojo sol de invierno. Se fueron las hormigas.

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La naturaleza última de la materia es muy difícil de estudiar porque a esa escala tan pequeña no existen los números.

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Quizá algún día celebremos el nacimiento de la inteligencia artificial como el día que dejamos de estar solos.

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Escribir directamente sobre la arena para ahorrarle trabajo al tiempo.

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El año se acaba bajo la luna menguante. La noche es fría y clara. La miro y querría volverme hacia adentro, a pedirles calor a las cosas pequeñas.

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El año se acaba y empieza otro. Quizá esta vez todo sea distinto; quizá todo se repita igual.

Feliz año.

La música

Oír mejor es una larga ascesis. Los practicantes de la escucha absoluta suben de noche a lo alto de la montaña, entre el mayor silencio posible, donde titilan las estrellas en el aire frío.

Las estrellas generan un ronroneo grave, el engranaje del universo. Por encima de ese bajo continuo pasan notas más ligeras, más claras. Un púlsar, quizá un cometa errante o el tintineo de una luna, quién sabe.

El que se adiestra en escuchar de noche a las estrellas acaba oyendo esa música. Algunos entenderán que la música es un mensaje. Se equivocan. Hay que aprender que en este mundo todo mensaje es en el fondo una música.

Vino un pájaro y dijo

Vino un pájaro y dijo: «Estos son los últimos días del verano». Y en efecto, llegaron, días de sol como sacados de un recuerdo. Los vi pasar despacio, con su luz en mis manos.

Hace solo tres semanas y parece muy lejos.

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El viaje a Isia comienza como tantos otros, en un tren a través de Castilla. Allá al fondo del paisaje, las tejas y los muros de adobe de un pueblo que he visto mil veces y que solo es un nombre. Si ahora pita el tren y los del pueblo levantan la mirada hacia acá, a mí me verán como un punto en su horizonte. Y seré yo lo que esté al fondo.

Ni siquiera esta inmensa llanura clara que se funde a lo lejos con el cielo es un lienzo en blanco para trazar las líneas de una biografía. Las vidas se apilan, las trayectorias de la gente van y vienen; el mundo está tramado, enteramente escrito.

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En Isia los textos se fabrican a partir de una veta que se excava del fondo de la noche. Se sacan frases cortas en bruto, terrones coloridos que hay que deshacer, cerner y lavar. Digamos siembran las esperanzas al comienzo de la estación; peces secos, azules; en la sombra de la luz de las estrellas; la anticipación de su propio nombre; al borde de la casa de las flores; hasta donde llega el naranja, frases así. Una vez procesada, separada y fundida, esta materia se hila en frases comprensibles y se teje en párrafos y en textos. Se espera que al final sobreviva algo de aquella inocencia cruda del material original.

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Esas piedrecitas traslúcidas de cristal pulido que devuelve la marea, en otro universo son semillas. Si aquí se plantan en un rincón del jardín y se riegan con agua salada, allí crecen unos árboles esbeltos que dan unas drupas casi trasparentes de sabor fuerte, pero muy agradables.

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Es tan complejo su calendario que los sacerdotes tienen que interpretarlo cada madrugada, escudriñando el cielo y los signos. Los isios se enteran por la radio de qué día es hoy mientras toman el café del desayuno o se lavan los dientes.

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Igualmente, la mensajería de nubes requiere un largo arte y es tediosa. El sacerdote escribe el mensaje en la corteza balsámica de un cedro y la quema; el humo asciende e impregna una nube que pasa. Quinientas leguas después, un sacerdote en Isia ve llegar la nube, saca su diccionario, interpreta los grises, los blancos algodonosos, y escribe.

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Todo el mundo conoce a alguien que se curó oyendo el canto de un verdecillo o de un jilguero.

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Miran al extranjero con curiosidad, cómo tiene piernas, brazos, codos, la cabeza encima de los hombros. Les maravilla que se dé tan buena maña en hacer de persona normal con todas las partes en su sitio, cuando él es un forastero. Como un gato dirigiendo una orquesta o un niño disfrazado de adulto.

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La vuelta del viaje a Isia, como de tantos otros, es una vuelta a pensar sobre la vida.

Lo que quiera que sea el sentido debe estar al alcance de los pájaros.

Septiembre

Se acaba el día. Por el cielo pasa un avión tan alto que se ilumina de rojo con la luz de un sol que aquí en el suelo ya se ha ido. En la calleja junto al parque, de entre las sombras, viene una ráfaga de olor silvestre. La calle está sola.

Quizá si volase muy alto, muy alto, podría ver el sol de otros días.

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La primera noche del otoño. La guirnalda de luces tiembla bajo el viento.

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Cada verano enciendo una cerilla que se prende alegre, arde un rato y se apaga. Antes la caja estaba llena; había muchísimas.

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El primer aguacero de septiembre tiene algo de bautizo melancólico.

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Propongo venerar los antiguos cauces de los ríos.

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Otros años, por septiembre, había toallas tiradas en el suelo, barcos lentos entrando en una cala, mañanas frías, arena limpia, luz ambarina que alargaba las sombras.

Y los habrá también ahora, en alguna parte. El mundo existe aunque no sea para uno. Tal es el valor del relato. Tomad a la abuela que cuenta su historia, a un marino borrachín en un bar del puerto. Cuentan «aquello me pasó»; pero significa «aquello existe». No predican de sí mismos. Repiten como faros, como va y vuelve girando la luz del faro, repiten y señalan el ser del mundo.

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Leí el otro día que el amarillo de las hojas, todos estos castaños, anaranjados y ocres, está siempre en ellas, y es el otoño el que lo deja ver, al perderse el verde que lo encubre. Me pareció hermoso y lógico.

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Al final, todos mis recuerdos no doblarán con su peso una hoja de hierba.

El mundo

El señor Nakamura ha dedicado su vida al arte del origami. Vive solo; es un hombre sin familia. La sala de su casa la ocupa una ciudad blanca rodeada de campos ondulados y nubes en lo alto. En ese mundo de papel no hay detalle que no asombre por su perfección minuciosa. Y cada pieza está animada con un pequeño movimiento que recuerda a la vida.

Una noche desapacible, el ferry en el que vuelve de su oficina se hunde en la boca de la ría, y con él Nakamura, que siempre viajaba leyendo en la bodega. En el piso deshabitado, la ciudad de origami repite a solas sus gestos perfectos. Los coches están detenidos en los semáforos intermitentes; las figuritas de personas parecen ir y volver a sus tareas; dos trenes se cruzan bajo un puente; las nubes surcan de un lado a otro el techo de la habitación; revolotea una bandada de palomas.

En el cielo del mundo verdadero pasan los días y a través de las ventanas de la sala los crepúsculos colorean de rosa las alas de las grullas y las hojas blancas de los árboles. En la ría, los juncos tiemblan con la brisa. Una carpa dibuja un redondel en el agua.

 

[Grulla]

Verano (otra vez)

Las gaviotas del barrio de mi madre se atalayan en lo alto de los bloques de casas como lo hacen en la roca; otean; chillan; se dejan caer en lentos vuelos circulares. El sol del atardecer les da por debajo, la panza y las alas rojas en el cielo claro, y encima, casi llena, la luna.

Hace un par de años me encontré en un —gran— artículo estos versos de una canción: «Yo no quiero otra copa / solo quiero la de antes otra vez» y no los he olvidado. Los prados junto al mar están cubiertos de la flor blanca de la zanahoria silvestre, como si hubiese nevado. Hay días azules de nubes algodonosas; hay mañanas grises de viva luz blanca con una llovizna finísima que parece niebla. Hay acantilados marinos labrados como las manos de una persona muy vieja. Hay viento; hay luna y gaviotas, como digo. Un día mi madre andaba por casa con una de sus camisetas viejísimas. Era blanca. En la espalda decía «Summer is back!» con una tipografía californiana de color azul ola. Y lo entendí. No es otro verano; es el mismo de antes otra vez.

 

 

[«Verano»:
https://avellana.neunoi.com/2023/06/verano.html]
[«Los sabios también derraman lágrimas». Leon Wieseltier en Letras Libres:
https://letraslibres.com/revista/los-sabios-tambien-derraman-lagrimas/]
[«Hurricane Party», de James McMurtry:
https://www.streetdirectory.com/lyricadvisor/song/ppwwua/hurricane_party/]

Verano

Donde el clima es lo bastante frío, la nieve de un invierno se apila sobre la nieve del invierno pasado, y esta sobre otra, y sobre otra, y sobre todas las capas de nieve de los años. La presión de esa masa acumulada tiene la virtud de transmutar la nieve del fondo. Por eso se mueven los glaciares, creo recordar. Aunque en realidad estoy pensando en el peso de los recuerdos.

 

La víspera del solsticio el día se deshizo en una tenue luz rosa, delicada como un perfume de luz, esfumada, lenta, quieta, que parecía durar a voluntad cuanto quisiera.

 

Al irme a dormir he dejado mis cosas sobre la mesa de la terraza. No va a llover; la noche ni la mañana ni el tiempo tranquilo van a tocarlas. Yo duermo sin ropa y voy descalzo.

 

La felicidad también es una divinidad invisible. Al cabo de los años, allí estará sentada, en una silla bajo la sombra de los árboles, por ejemplo, una mujer de ojos verdes que se divertía con la conversación. Pero no en medio del instante, porque solo es visible para los ojos del recuerdo.

 

(En el canto XIX de la Ilíada, Agamenón llama a la diosa Erinis «vagabunda de la bruma». Lo dice porque camina sin que se la vea).

 

Me puse a buscar aquellos versos de Luis Rosales:

sabiendo que jamás me he equivocado en nada,
sino en las cosas que yo más quería.

Buscándolos, me di cuenta de que justo a la entrada de un verano de hace veinte años empecé el blog. Dice el tango que veinte años no es nada. Y bueno, nada no sé, pero que no es tanto, yo lo confirmo.

 

Cuando la madrugada por fin trae algo de fresco, abro de par en par las ventanas para que el viento de la noche barra la casa.

Mis abuelos tenían la extraña costumbre de cambiar las habitaciones de sitio. La sala pasaba a ser un dormitorio, el dormitorio pasaba a ser comedor, y así. En una de esas, la sala acabó siendo a la vez mi cuarto. Ellos se retiraban temprano, y se esperaba que entonces yo abriese el sofá cama; pero estaba al principo de mi adolescencia y por primera vez tenía un sitio para mí solo. Así que me pasaba la madrugada levantado, dibujando —me había dado por dibujar— y escuchando la radio.

Habría que situarse en aquel barrio, en aquella época. De la radio salían narraciones, versos, canciones, inauditos, rutilantes, como un eco cósmico de galaxias lejanas, a través de un mar de oscuridad. Yo no sabía nada del mundo.

Este junio del año 23, en lo alto de la noche, sentado ante el ordenador, con las ventanas abiertas al viento, veo versos, imágenes, animales extraños y palabras desconocidas, como nunca hubiera imaginado.

Creo que a aquel adolescente le hubiera gustado la vida que he vivido.

 

 

[Junio de 2003 en este blog: https://avellana.neunoi.com/2003_06_01_archivos.html]
[Autobiografía, de Luis Rosales: https://avellana.neunoi.com/2004/03/autobiografia.html]
[Agamenón dice «ἠεροφοῖτις Ἐρινύς»; quien escribe tan bellamente «vagabunda de la bruma» es uno de sus traductores al español, Emilio Crespo Güemes, en la Ilíada de Gredos, 1996, p. 490.]

Avellana fuera de contexto

Nos disponemos a pintar un jardín que es símbolo del mundo. Tiene hierba, flores, un cielo sereno, una tapia de ladrillo. Bien, pues este jardín debe incluir, entre la hierba, las figuras de la ausencia de otras flores.

 

El Juan Avellana de ayer le deja mensajes al de hoy. Fases sueltas, apuntes, citas, que a veces me cuesta comprender, como tablillas de una civilización desaparecida. Algunas veces el Juan de ayer es inalcanzable: «He comprendido la dirección de los sueños. En Venecia y en Berlín», dice una nota. Qué bárbaro. Un poco más abajo: «Los gatos invisibles». El Juan de ayer siempre me parece más listo que el Juan de hoy.

 

Anochece ya. Incluso mayo tiene sus límites.

El cielo es azul profundo, como el añil de lavar. En los claros de las nubes que la tormenta ha limpiado se ven algunas estrellas.

Mientras el cielo esté bien, todo está bien.

 

Y si son los ojos los que están cargados de maravillas.

 

[Una mujer coja. Un hombre que viene con un recibo sin cobrar], dice otro apunte. Escrito así, con corchetes.

Un zoo con animales: pero los animales están ordenados de acuerdo con el emblema de la pasión que representan.

Un cantaor, Arcángel, canta en el Telediario: «Siempre esperando el futuro / y el futuro ya ha pasado».

 

Junto a mi casa, en un parquecito de paso, en plena ciudad, han crecido algunas amapolas en un alcorque. Raquíticas, traslúcidas, famélicas. Las únicas que he visto este año. Cuando voy y vengo del trabajo las saludo interiormente con ternura.

 

Seguro que existe una palabra japonesa pentasílaba que se traduce como «esa sensación de que la vida está sucediendo en otra parte».

 

Hay cierta asimetría cruel en el tiempo de la vida: aquella edad que amé —el sol, el río, la amapola— ya no existe; pero este joven que amó sigue existiendo ahora.

 

Hace un rato he oído al mirlo cantar en la tormenta. Aunque yo no diría que el mirlo canta. Parece más una recitación, una meditación o un rezo.

 

He aquí una mujer con coleta. Hace pastas, hace fotografías y las retoca, trasplanta retoños. Hace cosas y se las da a la gente. ¿Te imaginas que la naturaleza hace pájaros, ponientes, espuma de las olas, de la misma manera?

 

Hay un modo de pensamiento en el que cualquier desgracia se presenta como una lógica. Yo lo llamo antiparanoico, porque a uno nadie le hace nada, ni siquiera la suerte o el destino. Todo lo que le sucede proviene de algo que es, que ha hecho, que no ha hecho, uno mismo.

 

Nos pasamos la tarde con R. Es médica. Un día le pregunté a otro amigo por la especialidad de R. y me contestó: «Cuando entras al hospital, no quieres verla». Es intensivista. Esta mujer delgada y habladora, tirando a ingenua, es la última cara que algunas personas ven.

Se me ocurre esta historia: en vez de una capa negra y un atroz rostro blanco, la muerte es una chica normal que desconoce su propio trabajo.

 

Una vez paseamos por aquí, hace tanto tiempo. Me gustaba que te gustase la luna.

Into dark lands under strange moons (The Hobbit, p. 15).

A fairy tale is not a text. Lo dice Pullman en la introducción a su reescritura de los cuentos de Grimm. Es difícil expresarlo de modo más bello.

Y en tus ojos la luz de la edad.

Abril

Huele a jazmín; el aire es tibio; la luz de la tarde se ha encendido. Llevo un rato afuera, quieto, escuchando. A punto de oír otra voz en la voz de los pájaros.

 

El jazmín de invierno, una tarde de abril, el canto del mirlo. Tres elementales poéticos. Y sin embargo, viniendo desde mi vida, esta escena me parece tan inesperada como ver atardecer en un nuevo planeta. El otro día leí esto de Benjamin: «Para apoderarse de un sitio hay que haber entrado en él desde los cuatro puntos cardinales, e incluso haberlo abandonado en esas mismas direcciones». Igual con un hecho sucede lo mismo. Igual no hay un milagro sin un punto de vista.

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Un hombre dibuja dos redondelitos juntos en una hoja de papel y en eso cae muerto, en mitad del gesto. Quizá iba a dibujar unas gafas. O una bicicleta. Quizá había empezado a escribir oocito. Para completar el significado del dibujo, queremos saber cuál era la intención del hombre; adónde iba, por así decirlo.

Cuando miramos al mundo, creemos que lo vemos en mitad de un gesto.

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«Amapolarse. Pintarse la cara de carmín las mujeres» (DHLE) (DLE).

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Esbozos:

Un viejo charlatán va por las ferias con su carreta enseñando un ángel y un monstruo. Nunca aparecen juntos. Primero uno, luego el otro.

 

En el piso de arriba comienza a sonar una música sobrenatural, maravillosa. Un día coincidimos con el dueño del piso en el supermercado. Intentamos sonsacarle discretamente quiénes son los nuevos inquilinos. Con aire de fastidio nos dice que no, que sigue sin conseguir alquilarlo.

 

En una pequeña ciudad del Cantábrico, una noche hacia el final de la primavera, cada uno de sus habitantes sueña el mismo sueño. Está de pie en una orilla; delante de él, en el agua calmada que espejea, se yergue una columna negra o una viga, parecida al asta de una letra. Estas 50.000 personas acabarán presenciando esa escena en algún momento de su vida, a lo largo de los años. En el encuentro real, la orilla por lo común es una playa, aunque a veces también un lago, una llanura cubierta de espigas; el hito puede ser —en vez de una pilastra— una antigua grúa, un torii, un bolardo.

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En los comentarios del blog, L. me dejó esta cita de John Berger «Aquí, en la tierra, la gente busca la belleza porque les recuerda vagamente el bien» (Hacia la boda).

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Uno quisiera oír la confirmación del mundo en la voz de los pájaros. La primavera, esta primavera extraordinaria, engendra y hace crecer lo que está vivo. El ser corre como un río. Bajo los cielos de estas tardes veo pasar el tiempo que me acaba. Veo que esta vida de ahí es a la vez mi muerte; pero esto lo digo como una constatación tranquila. Exactamente para eso tenemos la palabra elegíaco: para celebrar el esplendor y su tristeza.

 

 

[W. Benjamin, Diario de Moscú. La traducción es de M. Delgado. Taurus, Madrid, 1988].

La afasia

En un pueblo rodeado de trigales, un día a principios de marzo comienzan a faltar las palabras. Los que van a hablar se detienen en medio de una frase corriente, tropiezan, tartajean, farfullan, enmudecen. Cuando descubren que lo mismo les ocurre a todos, salen corriendo hacia el silo de las palabras, que está a las afueras, junto al río.

La puerta yace en el suelo, derribada por un golpe desmedido, con los candados aún colgando de la madera astillada. Dentro, por el suelo, quedan esparcidas algunas palabras pequeñas: farrapo, migaja, chirivín; poco más. El silo está vacío.

Así no se puede vivir. Al día siguiente, por señas, deciden formar una cuadrilla y salir a buscar sus palabras. Cada cierto trecho encuentran algunas, tiradas aquí y allá, que han debido de caerse del botín. También se cruzan con árboles tronchados, con rescoldos de fuegos recientes. Se miran. Estaba claro que había sido el dragón.

La vieja bestia codiciosa. Espían el palacio en ruinas que le sirve de guarida hasta convencerse de que no está dentro. Entran de puntillas. Lo que descubren es un tesoro de palabras apiladas y desparramadas por los salones de altos techos. Algunas relumbran como estrellas. Las suyas están junto a la entrada, recién descargadas, amontonadas encima de otras. Las recogen a paletadas, ensacando a espetaperro, temerosos del dragón.

De vuelta en el pueblo, ya a salvo, se celebra en la plaza un concejo abierto que dura dieciséis horas. Todo el mundo pide hablar y se explaya con tiempo, bien a su placer. La conversación prende en corros. Es una logorrea exuberante. Embriagados de oratoria, saborean las nuevas palabras extrañas que se han traído mezcladas con las suyas. Algunas arcaicas, otras enjoyadas, caprichosas, o absurdamente precisas, o rarezas de idiomas remotos, invenciones. En los siglos venideros, la lengua de este pueblo será el asombro de la filología.

París III

A estas alturas, yo no necesito líderes con ideología. Es bastante que tengan principios.

París II

Tres personas colocan una bandera francesa en una calle de París

Fotografía de Etienne Laurent en la portada de El País de hoy. El pie de foto dice: «Tres personas colocan una bandera francesa ante uno de los restaurantes atacados por el ISIS el viernes en París».

París

Nuestra alegría de vivir es nuestra victoria.

Quién hubiera tal ventura

... sobre las aguas del mar. Una historia antigua.

Hacen mundos

Una mujer trabaja en un taller lleno de globos terráqueos

El oficio de Bellerby & Co. Globemakers es fabricar a mano pequeñas Tierras. Su taller es el lugar de trabajo más bonito que se me ocurre.

Libertad

Los españoles odian tanto la libertad como aman el desorden.

Commuters

[Foto] Un hombre detrás de la ventanilla de un tren

Serie de fotografías de Arnau Oriol: viajeros de cercanías camino de su trabajo, en Londres, a primera hora de la mañana. Al otro lado de la ventanilla, rostros absortos, de una intensidad extraordinaria.

Domingo, invierno

Un hombre viejo con su perro viejo bajo la lluvia: como dos hermanos.

Milo en la nieve

[Foto] Un gato negro en la nieve

Farm Pond

Dibujo de una granja bajo la nieve

Farm Pond (1957), acuarela de Andrew Wyeth (vía scotch & jazz @ dusk).