Terminan los días de esplendor de la Ciudad de Poniente

Desde las atalayas dieron la voz de que llegaba la tormenta de entresiglos, pero en la ciudad nadie recordaba la canción para desviarla. Los sabios fueron a los sótanos de la biblioteca y sacaron las oraciones crujientes de un cofre taraceado, pero vieron que no sabían leerlas. Levantaron las losas de la Catedral y desenterraron los huesos blancos que antiguamente habrían hablado, pero ignoraban el arte de disponerlos con sentido y animarlos. Por último, buscaron por toda la ciudad a una doncella de la familia del rey que llevase una marca sobre el labio.

La encontraron en un palacio antiguo, entre las casas altas de la ciudadela. Era una niña pelirroja. Ella misma les abrió la puerta y se los quedó mirando con tristeza. No, esa canción no la sé. Soy una niña, visto a mis muñecas con vestidos de tela violeta y oro; sueño con mi primo mayor, del que estoy enamorada. Tengo un gato blanco y negro y un árbol en el patio. Lo siento.

Los sabios de la Ciudad de Poniente bajaron entonces al adarve de la muralla y se sentaron a contemplar la venida de la gran tormenta que, a lo lejos, desbarataba los tejados de las villas y en la mar negra hundía los barcos.

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