Imagina que es tu fervor el que anima el mundo y no al revés. Que el hábito de mirarlo reverdece y espesa un bosque que prefieres; que tu placer afila el olor del dondiego y la elegancia del arco de un puente; que haces romper más vivas las olas en la orilla, que las nubes corran por el cielo y que la lluvia fina se amanse las tardes que estás triste. Por eso, cuando cambias de hábitos, o has de marcharte por cierto motivo, o te enamoras equivocadamente, un día, tiempo después, pasas y ves que se han hundido los tejados de las casas del puerto, que los matojos crecen en los parterres; por el café paran apenas algunos hombres taciturnos, alquilan para oficinas el castillo y la marea deja tapones y bolsas de plástico en la arena de la playa.
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El sol poniente incendia de luz todos los días las hojas del árbol que se yergue hasta mi terraza. Entonces salgo y le hago una foto, y la tarde siguiente otra, y otra tarde, y otra. Para nada, sólo por verlo.
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En medio del verano se me ocurre pensar en el invierno, como un niño se pone a pensar en la muerte.
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Hablo con Elvira por teléfono; le digo que igual me voy un par de días a Santander. Ella me incita. No hay nadie en Madrid; la ciudad está vacía; ¿qué haces ahí? Un rato después aún le doy vueltas a la pregunta: ¿qué hago? Vivo, me contesto, con un poco de extrañeza. Me doy cuenta de que normalmente me gusta vivir. Estar, presenciar las cosas. En algún momento de mi edad, no sé cuándo, vivir se ha vuelto intransitivo.
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Pensaba en el ser y me quedé dormido.
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Ya he vivido bastantes años para hacerme esta pregunta: ¿por qué la edad a unos les adulza el carácter y a otros se lo amarga?
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Me cuesta decir «en casa de mi madre». Me suena raro. «En casa», me sale, como si lo otro fuese un pleonasmo.
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Antes de salir a la playa, la carretera cruza un buen tramo de pinares. Sobre un cartel indicador alguien ha escrito con espray negro: «TRÄUME LEBEN». «Träume» es sueños en alemán, eso lo recuerdo; «leben» será vivir, o vida. Hum... gracias por el aviso, pero no me convence.
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Mi madre y yo estamos sentados en la cocina, cada uno a lo suyo, callados. Ella se pone a revolver en la caja de las medicinas, saca un termómetro digital y se lo coloca bajo el brazo. Al cabo de un rato, el termómetro empieza a pitar. Mi madre sigue leyendo un prospecto, sin inmutarse. Yo me la quedo mirando hasta que lo nota y levanta la vista. Le digo, con mucho cuidado: «No sé; me daba la sensación de que...». Ella espera con paciencia a que yo termine la frase. La alarma del termómetro se para. «Parecía como si estuviese sonando la alarma del termómetro». Entonces se lo saca de bajo el brazo y lee la temperatura, tranquilamente. Yo la contemplo en silencio. Me estoy haciendo mayor.
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Un atardecer prodigioso, de los que forjan creyentes, cubre la llanura de Castilla. Yo lo veo desde el tren que la cruza, de vuelta. Una nube roja y rosa, de pronto, me despierta una emoción punzante, a punto de avivar algún recuerdo antiguo, muy hondo, que no llego a alcanzar y se disipa.
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Antonio López es un hombre que me llena de admiración. Dice en el periódico: «Soy más libre que cuando era joven. Me ha costado mucho llegar a algo parecido a la estima por la vida y por mí mismo. El camino ha sido complicado».
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Si necesito apuntar algo y no tengo dónde, alguna vez tecleo un mensaje en el móvil y en vez de enviarlo lo guardo. Ayer me encontré uno, escrito un martes de agosto, que decía: «Los ojos llenos de azul y maravillas». No sé por qué lo escribí; no lo recuerdo.