Septiembre. (¿No estabas siempre distraído por una esperanza?)
En mi parada de metro las baldosas del vestíbulo estaban cubiertas de hojas secas. Como si lo hubiesen decorado para escenificar mi vuelta.
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Al decir verano, no pienso en el rojo verano español, sino en el verano del norte o el de las islas. La libertad para andar descalzo, unas sábanas que mueve el viento, niños jugando en la calle hasta la medianoche, los brazos que saben a sal, siestas en la yerba, baños crepusculares, ventanas abiertas a la luna por las que sale una conversación, chaparrones calientes, olas, canciones, cervezas, cigarras, madera de barcas.
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Cuando vivía en el norte, por los inviernos me ponía muy triste. A la altura de febrero a veces llegué a creer que no lograría atravesar tanto tiempo oscuro amontonado. En Madrid, lo que ocurra, lo que quiera que ocurra, será seguramente bajo el cielo claro.
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Estos días de septiembre no son ingratos, pero uno tiene que ver cómo la luz del mundo se consume como una candela, hacia el invierno. El largo invierno: pasará, y un día todo resplandecerá de nuevo; y sin embargo, prefiero vivir bajo este sol breve y cada vez más frío que en la promesa del que está por venir.
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Miro las palabras alemanas de «La primera elegía» de Rilke y me pregunto qué dirán. Sé lo que vienen a ser en español, pero me pregunto qué dirán del todo, qué sabor tendrán en la otra lengua, qué resonar de ecos evocarán en ella. Leo como quien pasa los dedos por las letras de un mármol.
Sí, las primaveras de veras te necesitaban. Varias
estrellas te pedían que las rastrearas. Se alzaba
en el pasado una ola hacia ti, o cuando pasabas
por una ventana abierta, se te entregaba un violín.
Todo esto era una misión, ¿pero fuiste capaz de cumplirla?
¿No estabas siempre distraído por la esperanza, como
si todo ello te anunciara a una amada?
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Como me cuesta caer dormido, me pongo a imaginar. Digamos que estoy en una isla del Mediterráneo, que camino por el campo, una tierra abrupta y ocre con arbustos bajos y arbolillos oscuros dividida por muretes de piedra seca. El sol ya se ha puesto y ha salido la luna creciente, pero aún es de día. El calor ha aflojado; el aire es tibio. Veo una lucecita verde, quieta en el aire, a la altura de mi cabeza. Es un insecto raro. Tiene casi el tamaño de mi dedo meñique, como a medio camino entre libélula y luciérnaga, y unas alas grandes de gasa y armazón plateado que se mueven despacio. Yo lo miro desde muy cerca y él me mira a mí, maravillado de lo que ve.
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[La traducción al español de la primera de las Elegías de Duino es de José Joaquín Blanco, aquí:
http://www.poeticas.com.ar/Biblioteca/Las_elegias_de_Duino/
elegiasframe.html]