Los monjes pescadores
Los monjes pescadores están cerca de Dios en su huerto sobre el mar. Cogen peces, erizos, pulpos, almejas, navajas, bígaros, algas rojas y verdes y carros enteros de un alga ambarina que venden a los labradores de la zona, ya que no sirve para comer. Pescan sin salir de la bahía, siempre antes de la puesta de sol, en unas barcas grises que en el lugar del nombre llevan emblemas de piedad o de conocimiento sacados de los libros.
A una hora reparan las redes, a otra hora cosen las velas, a otra pintan las barcas, tallan figuritas, rezan. Saben destilar un licor espeso y fuerte que prueban sólo los días de fiesta. Su oración, como una saloma, es un murmullo comunal que va y viene y que no se distingue del viento del mar.
El monasterio se levanta junto una playa larga de aguas bajas, en una pequeña elevación, con la fachada encarada a la bahía. Las celdas están por la parte de atrás, mirando a mar abierto, de manera que en cada una ellas un ventanuco cuadrado se abre al silencioso horizonte, que es lo que ven los ojos del monje cuando se encuentra solo. A veces cae una llovizna fría y neblinosa, a veces truena, a veces cabrillea el sol en el agua. A veces llueve eternamente, a veces se oye la brisa que riza la espuma.
Allá a lo lejos, sobre un peñasco entre las olas, una luz perpetua arde dentro de un fanal. Dos hermanos se ocupan de mantenerla encendida.