Afterglow
Se acaba la tarde; casi ha anochecido. Las flores blancas del cerezo aún relumbran. Como si en ellas perdurase, embalsada, una luz que del resto del mundo ya se ha ido.
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He leído que las semillas del olmo o el arce se llaman sámaras. Todo mi barrio está lleno de esas leves semillas volanderas, del color del papel antiguo. Una ráfaga las levanta en el aire y revolotean en bandadas, giróvagas.
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¿Te acuerdas de entonces, aquella vez que quedamos junto al río? Había una lluvia de sámaras, un viento de olmos igual que ahora. Este cielo azul y el verde de las hojas, y en tus ojos la luz de la edad.
La felicidad, parecida a un dios homérico, que baja a andar invisible entre los hombres y sólo se deja ver en el recuerdo.
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Tus ojos eran una manera en que el mundo decía su belleza.
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Lo que el mundo tiene que decir lo dice con la presencia de las cosas.
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Como era de esperar, han llegado las amapolas. En Madrid, las amapolas —en los desmontes, en los descampados, en las afueras destartaladas de Madrid— son un adjetivo asombroso.
Las amapolas, los versos octosílabos, la luna que despierta hacia el final de la calle, las naranjas, este o ese disco de The Beatles, el queso, las cigüeñas, —unos días al año— las flores de cerezo, el concierto para violín de Chaikovski, los «buenos días», «cuídate mucho», una taza de café traída de un viaje: esas obviedades por las que vale la pena vivir el día.