Madrid
Los últimos callejones de Madrid acaban en los campos. Son llanuras ocres y grises, ondulaciones ásperas que llegan hasta el horizonte y en las que se espesan fácilmente las espigas. Una tierra seca bajo una luz pura.
Aquí, a solas, de pronto creo que la comprendo. Madrid es estos campos terregosos a los que se les ha superpuesto el fantasma desvanecido de una ciudad. El trazado de las calles sube y baja repechos y lomas, la autopista está dibujada sobre el antiguo cauce de un arroyo, una avenida traslúcida sigue la hilera de bardas entre dos parcelas. La silueta incandescente de las cañas resecas, dorada y roja, resplandece a contrasol igual en un sembrado que en una cuneta.
Ahora entiendo que la verdad de Madrid es esta tierra callada sobre la que flota el espejismo y que la ciudad y los todos los que vivimos en ella mereceremos un día haber sido un sueño.