El espejo del rey
Cuando el rey se asomaba al espejo de la sala circular de la torre, no veía exactamente su rostro. Era un rostro parecido; alguien con quien se podría confundir al rey en el palco del teatro o si pasase montado a caballo; pero en todo caso el rostro de otro hombre. Si el rey agitaba la mano, podría ocurrir que el reflejo tardase unos segundos en repetirlo, por ejemplo; o que en vez de eso mirase hacia su derecha, como si hubiese oído un ruido. Siempre vestía a su manera. No era raro que apareciese portando objetos, como si fuesen atributos: un escudo de bronce, un pájaro irisado posado en el hombro, una llave entre los dedos.
Un día una chispa alegre le animaba los ojos; otro día parecía haber dormido mal. Traía arruguillas de pesadumbre sobre la boca, una mirada distraída como por una inocente esperanza, en fin, señales de una vida propia que sucedía en otra parte, fuera de la vista.
También por él fueron pasando los años; también en el espejo nevó y lucieron soles.
Un domingo hacia mediados de octubre que el rey se solazaba en el lago —había sido un otoño muy bueno—, se levantó un viento desabrido y gélido que cogió a las barcas de costado y las zarandeó. El rey mandó volver, pero antes de alcanzar la orilla ya estaba lloviendo. No paró durante todo el camino de vuelta.
El rey hizo que encendiesen fuego en la sala de la torre y que le trajeran mantas. La boca le sabía a arena. Entonces, cuando se hubo quedado solo, fue cuando vio por primera vez que en el espejo no había nadie. En la estancia simétrica la chimenea francesa seguía apagada. Por sus ajimeces se veía un paisaje entenebrecido de lomas redondas y cipreses, un trozo de mar gris, una soledad abstracta y eterna. El rey sintió una ternura enorme. Por todo; por sí mismo y por el destino de todas las cosas.