El final
Ayer he visto por primera vez llover sobre la playa. Las mañanas son frías; el sol es suave y amarillo. La oscuridad llega temprano. Las estrellas del cielo van perdiendo sus nombres.
En la calle he oído decir que se están marchando los pájaros.
Las mareas han derribado un lienzo de la muralla del puerto. La ciudad está triste, notoriamente callada. Apenas se ven por la calle marinos forasteros. Al caer la noche no se encienden los faroles de los restaurantes ni las guirnaldas de luces bajo los emparrados. Hay una sensación indefinida de nostalgia y pérdida, como si una promesa antigua ya hubiese sido.
La casa —donde había una mujer— está vacía. En el suelo del dormitorio siguen sus sandalias de playa.
El jardín parece enfermo; algunas hojas están cogiendo un color de oro o de tierra.
En fin, el mundo es otro. Algunos abandonan la ciudad con sus enseres y sus hijos, siguiendo a los pájaros. Cada día parte un tren nocturno, que va repleto.
Con la bajamar, un monstruo marino ha varado en la dársena; el olor de su carne blanquizca se difunde por al aire hasta los arrabales.
En el mercado había esta mañana un predicador vestido con un ropón de estameña. Hablaba a voces, subido a unas cajas de madera. Decía que esto pasará. Juraba que habrá más frío, que vendrán días oscuros y morirán todas las hojas; pero que un día todo lo volveremos a ver como era antes.
Quisiera creerlo; en verdad quisiera creerlo.