Nochevieja de 2017
Cuando termina diciembre parece como si el mundo se acercase a una conclusión y yo quisiera estar presente para oírla. La tarde de Nochebuena anduve hasta donde siempre, al espigón, bajo un sol amarillo y un aire claro. Las quebraduras de los acantilados se perdían a lo lejos, en la leve calina, hacia Vizcaya. El agua era un murmullo.
Volví dos días después, una oscura tarde cruda. Detrás de mí el álamo blanco; delante una isla. Las olas negras atronaban contra el fondo con el ruido seco con que caen las rocas.
En el ser mismo de las cosas hay un valor. Por eso querría que, al escribir, cualquier cualidad quedase en la cosa, no en las palabras que se dicen de ella.
Como un barco que cruza el mar y se abandona al poner el pie en la playa, hace falta una lengua que lleve hasta las cosas y entonces desaparezca.
Este año estoy lejos; no voy a sentarme a la orilla del mar hasta que se cierre la noche. La piedra, el agua, el árbol y la arena están allí, que es todo lo que basta.
Feliz año.