El bosque de Foz

En el pueblo de Foz, entre la costa y el gran bosque oscuro, a veces sucede que alguien se apena, se extravía. En un almanaque atrasado, un hombre lee la propaganda de un muestrario de colores: amarillo de Nápoles, púrpura real, carmesí de alizarina, tierra de Siena, azul de ultramar. Estos nombres, piensa, vienen de un mundo mejor, relumbran bajo cielos desconocidos. Hojea las ilustraciones del almanaque. Se va a acabar el verano. El hombre en mitad de su vida siente de pronto como si una cosa muy grande se hubiese perdido.

Duerme poco y sin reposo; calla; apenas come. Para él ya nada es igual, sin saber por qué. En el pueblo, sin embargo, han visto más veces el caso y saben cómo arreglarlo. «Mira, ve a ver a la antigua muerte del bosque. Ella te dirá».

La muerte va por la tierra llevándose el aliento de todo lo que vive, grande y pequeño, carne o planta. Pero en el curso de los años también ella se deja el vigor. A partir de los cien empieza a equivocarse, se demora, renquea. Con siglo y medio decide retirarse. Vendrá otra más joven, más afilada.

La muerte se retira a una cabaña en un claro del bosque de Foz. Allí pasa los años dedicada a sus cosas, igual que cualquier labriego de la zona. Cada vez más anciana, trae agua del regato, atiende a los cerdos, cose su ropa, se sube trabajosamente al tejado para recolocar las tejas, que hacen goteras. Una tarde está sentada a la puerta de casa tallando un zueco. Bajo los árboles del borde del claro ve a un hombre de pie, detenido, la cara pálida de espanto.

Empieza a caer el sol; es un día tranquilo del final del verano. Cantan los pájaros. Al cabo de un rato, el hombre se decide a cruzar el claro y presentarse a la muerte, con enorme respeto.

Después de un poco de charla cortés, ella le pregunta por el motivo de su visita y el hombre le abre su conciencia.

La muerte ha visto mucho en sus años de tarea. Ha cruzado mares, ha tomado vidas sin número, ha oído lenguas. La muerte sabe mirar en el interior de las personas y de las cosas. Se queda callada y pensativa durante un rato, sacando virutas de la madera, hasta que empieza a hablar. Le dice al hombre lo que necesita oír. Él abre mucho los ojos, inclina la barbilla sobre el pecho, levanta la vista a los árboles, le da las gracias profusamente a la muerte, agradecido de corazón y, con la mirada puesta en el suelo y el pensamiento en su propia vida, se vuelve hacia el pueblo.

A partir de ahí seguirá con su vida, cuyo hilo ha recobrado. Si se encuentra a otro en una situación parecida, no podrá ayudarlo, porque el consejo de la muerte lo atañía estrictamente a él. Solo puede indicarle el camino y encarecerle que recurra a ella.

Ella, vieja y frágil en su casa del bosque, apenas un murmullo entre los árboles. Lejos de allí, un día, a la muerte sucesora le llega a su vez la hora del retiro. Al final de un largo viaje, encuentra el sendero que sube al claro de la cabaña. Su último trabajo será llevarse el aliento de su antecesora, que la ha visto salir de entre los árboles y la está contemplando con resignada tranquilidad, como siempre lo ha hecho todo.

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