La torre

Por miedo a un antiguo oráculo, el hijo del rey ha crecido confinado a la penumbra de la torre, que se levanta junto a la inmensa explanada de la plaza de armas. Alrededor del palacio se extiende el laberinto y alrededor del laberinto los célebres jardines. La voz de un preceptor que le habla desde detrás de un muro ha sido la única presencia humana en toda su vida.

La plaza siempre está poblada, bajo el sol tumultuoso y en la quietud de la noche. Pero el príncipe apenas puede verla: el único ventanal de la torre lo ciega un sistema de celosías superpuestas que se entrecruzan para ocultar la mayor parte de la vista. A través de los huecos ajedrezados, el príncipe distingue aquí a un alabardero de la guardia, allí a los malabaristas, al vendedor de naranjas, súbditos que vienen y van a los asuntos de palacio, el aguador, el puesto de los adivinos, el pico de una montaña difuminada en la bruma azul, muy a lo lejos; cada cosa enmarcada en su rombo de luz, separada de las otras por el negro.

No sabe cómo es la plaza, que para él equivale al mundo. La concibe majestuosa, ornada con el rico orden de la vida. Sabe que cada veintiocho días las celosías cambian de disposición, revelando unas partes de la plaza y ocultando otras. Sabe también —cree saber— que ese juego tiene un sentido. Al cabo de los años, ha postulado que las figuras que ve componen un mensaje en un idioma de símbolos. Día tras día intenta conjugarlas en su orden correcto: los amigos que se encuentran, el doctor sobre un mulo, la riña de gatos, la mujer encapuchada, el letrero, la lluvia, el contador de cuentos.

El preceptor invisible siempre responde generosamente a la perpetua curiosidad del príncipe. Excepto si se le pregunta por las celosías o la plaza, en cuyo caso solo hay silencio. Hasta que al cabo de los años, al final de un día como cualquier otro, el preceptor anuncia antes de retirarse como cada noche que las celosías desaparecerán con la primera luz de la mañana. Nada estorbará la vista.

Cuando consigue dormir, el principe se hunde en una pesadilla monstruosa. En su sueño el ventanal se abre a un espacio infinito; pero esa vertiginosa indefinición resulta aborrecible. En la plaza ciclópea, una muchedumbre incontable de humanos, endriagos, animales y aparejos se entremezcla en un caos goliardesco, enloquecido.

El alba delicada empieza a traspasar el ventanal desnudo. En el último soplo del sueño, el príncipe oye una voz de mujer que le dice: «Las celosías eran una gramática del mundo, como sospechabas. Ahora el lenguaje ha desaparecido. Pero el sentido sigue».

Jamás ha oído una voz de mujer; he aquí el milagro. Cuando la luz le entreabre los párpados, a punto de despertar a su nueva vida, el príncipe piensa que suena como agua cayendo de un cántaro.

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