Los nefelibatas

En el convento no hay techo, para vivir siempre bajo las nubes.

 

Un hombre cruza el campo un día ventoso de blancas, vastas nubes; catedrales aéreas que desde el cielo azulísimo trasmutan las sombras del paisaje. Las nubes corren sobre el campo pardo y las lejanas colinas, ahora como un elefante, una isla, un pez, un perro, una hoja de laurel, el rostro de Dios, un cántaro.

Nada desazona más a los monjes nefelibatas que se interpreten las formas de las nubes. ¡Si no hay nube que no esté en el diccionario!

 

Los árboles pequeños y las plantas no tienen dónde guardar su memoria cuando se han cerrado en el sueño del invierno. Así que durante la estación más cruda uno les susurra, al fino tronco desnudo o a las pepitas soterradas, quiénes son, cuál es su linaje y su sitio entre las cosas, para que lo sepan cuando despierten a la novedad del mundo. Al menos, eso creen los monjes.

La recitación suena como un bordoneo sordo, como una conversación traída por el viento.

 

No les importan las estrellas.

 

La regla de la Orden gira alrededor del tiempo, cuya administración se desglosa con una prolijidad maníaca, extravagante, que a menudo es la risa de los legos: se estatuyen los días de oración o de trabajo en los campos, las horas de contemplación y sueño, los instantes de recordar a los antepasados, deletrear, espantar palomas, sacar agua del pozo, cantar, comer con la boca abierta. Ventosear: cinco segundos, una vez al día. Gritar, hacer ruido con un peine, fingir que no se ha oído: treinta segundos, una vez por año. Caerse del campanario: nunca.

La burla es fácil; pero se trata de la trasposición de un orden moral, como se entiende enseguida.

 

Los  mayores cumplen con excelencia tareas irrelevantes para hacer de la vejez un camino de santidad. Hay que ver a un monje anciano en la galería del claustro partiendo el pan duro para los pájaros. Primero en rebanadas, luego en tiras, luego en dados, y otra vez, y otra, mínimos, exactos hexaedros ideales, según van cayendo las sombras.

 

El hermano escritor cultiva un huerto de palabras.

 

Cuando uno envejece como Dios manda, la vejez solo le va despojando de lo que para entonces no importa. Si un hermano ha vivido sus muchos años con santidad, en su último día solo le queda una cosa; una cosa grande, resplandeciente, como el fuego de un sol glorioso. Y esa sola cosa la muerte se la quita.

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