Entonces

Mi madre se ha levantado de la cama. Está sentada en la silla, mirando hacia la ventana, por encima de los tejados, al trozo de mar que asoma al fondo. Llevamos un rato en silencio. De pronto, dice: «¡Cuánto duraban los veranos entonces!».

Así es, madre; yo lo recuerdo. El verano era eterno. De mañana las cortinas blancas se sacaban por las ventanas para que ondeasen al viento como banderas. Por la tarde, la gente salía de paseo a mirarlo bien todo, semejante al que vuelve a casa después de mucho tiempo fuera.

Cada día era nuevo, como arena sin pisar. Los barcos voladores surcaban el horizonte, ligeros y claros. A los niños nos dejaban jugar en la playa a medianoche, persiguiendo bajo el agua fosforescente a los peces nocturnos. Los más mayores, entretanto, se sentaban en el muelle a enamorarse y a contarse los sueños.

La autoridad sabía que el mundo estaba incompleto, de modo que se dejaban despejados los solares donde iba a crecer el futuro. La filosofía sostenía que el paraíso era un tiempo.

Se organizaban regatas de traineras. Se vendían luciérnagas amaestradas, sueltas o por docenas, para jugar en el jardín o en la oscuridad de las habitaciones. Se plantaban cuentos en macetas. Había limones azules, amarillos por dentro, de sabor picante. Una especie de ciruelas con una cáscara blanca, quebradiza. Cerezas rosa pálido, uvas amelocotonadas de piel de terciopelo, plátanos con un leve sabor especiado, mangos de nieve.

No era indecoroso bañarse desnudo.

Toda biografía se cerraba como un círculo; toda vida acababa en el lugar del comienzo.

Al final del verano la piel de los brazos estaba salada y oscura. Tan largo el verano, que no había herida sin curar: cualquier tiempo infeliz quedaba ya muy lejos.

Sí, así eran los veranos de entonces, madre.

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