Octubre

Octubre se ha consumido en su propia luz, como una barra de incienso.

Desde el jardín aterrazado se ve el mar. En una mesa de ajedrez de piedra, debajo de los castaños, están dispuestas las piezas de una partida de ajedrez inacabada. Hay hojas secas entre los escaques. El salitre ha herrumbrado las verjas. La playa, a lo lejos, está cubierta por la bruma de las olas. En el porche de la gran casa un perro traslúcido yergue las orejas en medio del sueño: un estremecimiento de la brisa ha levantado una ráfaga de hojas.

 

Los fantasmas, entre sí, jamás se tutean.

 

Una tarde, al despertar de la siesta, había llegado el otoño.

 

Callado, prudente, este fantasma es tan sutil como era en vida. Odia llamar la atención. En su casa encantada se oye un crujido de la madera; al rato, un suspiro, o se agita una cortina. Un lejano olor triste, quizá, el roce de un cabello. Eso es todo.

 

Creía que los recuerdos serían pan del futuro, pero son cenizas del pasado. Ceniza de los días que ardieron.

 

Octubre es la primavera de los muertos.

 

El fantasma vive en un otoño del ser. Los sonidos se acolchan. La madera y los colores se reblandecen. El verde parece mitigado; el rojo, granate; el azul, violeta; ocres los amarillos. Las sombras son profundas y llenas de matices. Al fantasma le conmueve la música: un golpe con los nudillos en la caja de un instrumento y el alma vibra como una cuerda de violoncelo.

 

Alma. Los fantasmas tienen alma, y es doblemente aérea, más transparente. Le falta densidad para apelmazarse, de modo que se van perdiendo partículas de alma en el aire. Algunas veces el alma se rarifica tanto que desaparece. El fantasma deja de existir; solo queda una especie de eco espiritual, borroso como un viejo temblor del aire.

 

El fantasma mira desde la ventana la larga playa atlántica batida por las olas. A veces sueña que sus piezas del ajedrez —las blancas— están hechas de arena húmeda, como los castillos de playa. Al ir a moverlas, sin importar el cuidado, se desmoronan.

Han dejado de oler las rosas. El perro se pierde durante días. Aparecen fantasmas en los textos que escribe.

 

Los fantasmas van a otra dimensión y parte de su mundo va con ellos. Eso explica a menudo su extraña actitud, porque allí, por ejemplo, en ese momento el fantasma está mirando unas flores que son invisibles para los vivos, o está sentado escribiendo un diario, pero solo se le ven los gestos. Él, por su lado, no distingue su mundo del vuestro, que entrevé, empalidecido.

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