Luces de noviembre

La noche no se ha cerrado; aún queda luz. Los pétalos del crisantemo relumbran en la oscuridad. Como si el día reservase para el final la luz más espesa y honda, la mejor, la última botella.

¿Por qué el crisantemo florece en noviembre? No es un florecer extraviado o a destiempo, como el de estas últimas rosas perdidas o aquellas flores del cerezo que brotaron al final del verano. Da la impresión de que el crisantemo supiese algo sobre el mundo que yo no sé.

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Parece que bastaría con que una cosa tuviera sentido para que lo tuviesen todas.

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No sé qué hacer con noviembre, como un nadador que mirase a la orilla de enfrente y se preguntara, muy cansado, si es más corto seguir o dar media vuelta. Llevar el pensamiento hacia el tiempo pasado o volverlo hacia los días por venir. Igual que con la vida.

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Quizá hay que buscar el sentido del mundo en un orden y no en una finalidad. En la contigüidad de los hechos del mundo, no en su concatenación.

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De noviembre, todo lo que traigo son luces: las flores violetas, los crepúsculos rojos, las lámparas anaranjadas detrás de las ventanas. Un cian inocente que se atreve a asomar entre las nubes tormentosas. El amarillo, ocre, herrumbre, oro, castaño, rojo, verde de las hojas.

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Una tarde temerosa, un poco triste, iba andando por un parque, en la sombra indefinida entre la tarde plomiza y la noche. Estaba solo. He intentado embutir ese momento en un haiku pero no he podido: que, en medio de la oscuridad, solo se veía el fulgor amarillo de las hojas caídas, como caminos de luz bajo la espesura; y pensé: «A pesar de todo, dan ganas de seguirlos».

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