El 28 de octubre de 1982 yo acababa de estrenar mi derecho al voto y voté. Esta frase, que desde fuera puede parecer una perogrullada, desde dentro tiene su explicación. En la España de aquel tiempo aquello todavía era una novedad; si yo hubiese sido un poco mayor, el día que cumplí los 18 años no hubiera ganado ningún derecho, ni siquiera el de conducir un coche.
Aquí nadie sabía cómo era votar. Los españoles leían en los periódicos cómo se votaba en otros países, o veían campañas electorales en las películas americanas: es decir, cosas del folklore extranjero. Mi padre guardaba sus lecturas discretamente encima de un armario. Lo digo por si sirve para hacerse una idea. Entendámonos: no es que en una dictadura uno no pueda expresar lo que piensa; es que uno no puede pensar lo que piensa. De decirlo en voz alta, ya ni hablamos.
El caso es que aquel día fui a votar, radiante, porque tenía dieciocho años y los socialistas habían barrido el país con una ola de esperanza. Me quedé dando vueltas por la mesa electoral hasta que terminase mi novia, que era interventor del PSOE. Salí a airearme y vi a Alfredo en la ventana de su casa, allí enfrente, diciéndome a voces, con medio cuerpo fuera: "¡Doscientos dos! ¡Doscientos dos!", que era el número (de diputados) de la victoria.
Y sin embargo, antes de que concluyeran aquellos cuatro años de esperanza, veo a mi padre en el pasillo de casa, contemplándonos con sorna y con ternura, creo yo. Salíamos con nuestros cubos de engrudo y nuestros carteles hechos a mano para oponernos a ese mismo gobierno, durante el referéndum de la OTAN. Dice mi padre: «¿Qué pasa, que siempre os gusta estar con los que pierden?». Y no era que yo no quisiese la OTAN (que no la quería); era sobre todo que me sublevaba la magnitud de la estafa. No podía creer que se pudiese trastornar a tanta gente, decir blanco donde un minuto antes se dijo negro y que no pasase nada.
Ganó el gobierno, y también las elecciones subsiguientes, gracias a que muchos se tragaron hasta el sentido común. Porque pensaban que si perdían unos ganaban los otros. Yo no; e intentaba explicarle algo muy parecido, diez años después, en Alemania, a un socialdemócrata inteligente y honrado que tenía en mucha estima a Felipe González. Que no se trataba de abrirle o cerrarle el paso a los conservadores, sino de la imposibilidad moral de apoyar a un gobierno que, aparte de haberse entregado a robar y mentir hasta lo grotesco, tenía bajo su mando a los que les habían arrancado las uñas de las manos a unos hombres mientras estaban vivos y luego los habían matado y cubierto con cal. Que cualquier cosa era mejor que eso. El alemán, muy serio, asentía con la cabeza.
Y sin embargo, los que habían mentido, robado y arrancado las uñas de las manos a unas personas vivas casi consiguieron ganar aquellas otras elecciones. Los que un día habían sido mis compañeros de bando no aprobaban los crímenes, por supuesto. Pero qué iban a hacer sino seguir votando para que no ganasen los otros.
Hace solo tres días tuve esta conversación con Antonio, que en el 82 todavía no iba a la escuela. Hablábamos de su trabajo: sus jefes son una banda indescriptible puesta ahí por el gobierno socialista. En un momento dado, el hombre dice: «Ojalá... Si no fuese porque tengo tanto asco al PP. Pero ojalá el domingo se fueran todos estos a tomar por el culo». «Vota a UPyD, le digo. «Eso es tirar el voto», me dice él.
Tirar el voto. No sé, Antonio, lleváis así veintitantos años, aunque tú no lo creas. Vosotros sabréis. Yo, como decía mi padre, otra vez con los que pierden. Veintitantos años dueño de mi voto y pensando en razón y equivocándome a veces, que son los riesgos y los trabajos de un hombre libre.