Elegíaca
La apoteosis del verano incluye una nota muerta que señala a su fin. A partir de tal día y hasta que crucemos un meridiano invisible y ya sea completamente otoño, o invierno, y los días de luz se hayan ido a repartirse entre la esperanza y el recuerdo, se extiende mi temporada elegíaca, dolorida y favorita.
La primera vez que lo vi fue hace mucho, una tarde de sol en agosto. Volvía a casa andando por la sombra y una hoja seca cayó a plomo delante de mí, como si me hubiesen puesto una mano en el hombro. Un soplo de brisa, por la noche; el verde de los árboles, levemente exasperado; el tamaño de una sombra en la arena; el cielo a la misma hora; una cara conocida; un aguacero: entonces fue tan simple como ver caer una hoja.
Yo me la tomé como un omen, es decir, una catáfora y un motivo para la melancolía; pero años después entendí que la apoteosis necesita esa minúscula gota de ámbar. Lo que nunca he entendido es que, en el fondo, me gustara este tiempo. Hoy he pensado que igual no es tan raro. Como en las despedidas, ese instante de mayor amor por el que se está yendo.