Febrero y sol

Un día se me rompió la aguja del tocadiscos y ahí se quedó yerto, durante años, él y los discos que hacía sonar, hasta que descubrí que en este siglo seguían vendiéndose agujas de tocadiscos como si tal cosa. Aunque la aguja nueva tampoco acabó por traer mucha novedad a la vida del tocadiscos, a fin de cuentas. En algún momento, ayer o quizá anoche, durante el sueño, una ruedecilla ha debido de engranarse con otra en la oscuridad de mi cerebro y esta mañana, mientras hacía unas reparaciones por casa, me entró la urgencia compulsiva de poner la Marcha Radetzky. Después de tantos años, qué cosa extraña. De modo que desenfundé el vinilo vienés de su mortaja y lo puse.

Esta clase de reparaciones caseras a veces dan un poco de dolor, porque uno tiene primero que destruir. Su casa. Coge uno un escoplo y pas, pas, pintura, yeso y astillas saltan a martillazos al aire, por el que vuela una música elegante y alegre. Se me ocurre que si algún día cometo un crimen espeluznante, pondré precisamente un disco de marchas y valses, muy alto, y ningún vecino sospechará ni por lo más remoto, oyendo salir de mi casa las notas luminosas, en qué entretengo mis ocios. Al cabo de un rato, pringado de agua sucia y polvo que yo mismo he levantado, me he acordado del señor Topo de El viento en los sauces. En el primer párrafo de la historia, el señor Topo está haciendo la limpieza de primavera en su casita, y entonces viene una de las frases más precisas y bellas que yo me he encontrado: «La primavera se movía arriba en el aire, y debajo en la tierra, y alrededor de él, penetrando incluso hasta la oscura y modesta casita con su espíritu de divino descontento y anhelo». O ansia. O como quiera que uno decida traducir longing, «divine discontent and longing».

Después de darle muchas, muchas vueltas, se me ocurre que la mejor palabra para traducir to long es desmorecerse, una palabra preciosa, que hasta suena como algo que se está deshaciendo poco a poco en sus piezas, o como una ceniza que se consume sin fuego; pero lo malo es que no la conoce casi nadie, por lo que no puede usarse. En todo caso, aún no es el tiempo de esa exacta sensación, punzante, desmorecida, melancólica, acuciosa, que acompaña el comienzo de las primaveras. Estamos un poco antes: el día que el invierno da una tregua anticipada, una noticia.

Anteayer —el viernes— había una exaltación en el aire soleado, a media mañana, una inquietud revoltosa en todos con los que hablaba, que parecían salirse de sí como si fuesen niños. (Recuerdo otras palabras exactas con que decirlo, de Lord Dunsany, sobre una marea en la sangre humana, azotada por una corriente primaveral). Daba gusto ver a tanta gente crecida comportarse con la feliz desprevención de un mamífero, cuando a los cuerpos ha llegado un mensaje que informa de que van a abandonar el invierno y se disponen a prepararse, qué sé yo, para la pareja o el combate, y ellos no lo saben.

Al salir de trabajar, intranquilo como el mamífero que soy, me compré un café en el Starbucks y me fui andando para casa con el abrigo debajo del brazo. En un banco de un parque había una pareja espléndida, con las cabezas iluminadas por el sol, tumbados como si fuesen ellos solos. Durante un instante pensé: ese hombre al sol, vestido de oscuro, riendo con la cara de su novia entre las manos, no soy yo. Y de seguido, algo muy nuevo: sin embargo, ese he sido yo. Ese soy yo porque lo he sido y no es natural serlo siempre. Hoy le toca a él y otras veces lo he sido yo; así está bien.

Uno no puede querer ser siempre el novio en la boda, el muerto en el entierro y el niño en el bautizo; uno no puede querer vivir siempre en estado de excepción, tirante como la cuerda de una guitarra. Creo que semejante aceptación es de la clase de sabiduría que viene con la edad, según dicen. Porque lo he sido, lo soy; ser a veces es todo lo que a un hombre le cabe ser. Y sin embargo, entiendo, esa conclusión feliz, ese armisticio, comporta la asunción de una derrota: la jubilación del guerrero de hambre inacabable, el cese de la juventud que no se fatiga. Quizá es que toda paz incluye una derrota, y eso está bien.

Pero eso ocurrió el viernes. Hoy es domingo, son las tres de la tarde pasadas y no he comido. El tocadiscos hace rato que está en silencio (que es el problema de los discos y la razón de que uno no los ponga más a menudo) y esta casa parece ahora mismo la casa de un loco. Si hubiera cometido un crimen espeluznante al menos tendría un buen motivo. Dudo que la policía anote, entre otras observaciones, que el psicópata era un tipo impulcro. La policía debe de decir: «Hombre, normal, el desbarajuste va implícito en los descuartizamientos; no es algo para tenérselo en cuenta». En cambio, de mí un inspector diría: «Este tío es un chiflado y un cerdo». Así que voy a seguir con mis reparaciones.

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