El mundo de Avellana

Todo el barrio está cubierto otra vez de semillas de olmo. Las aceras, los alcorques, los charcos. Sin embargo, este abril me recuerdan a lo que escribí el abril pasado.

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Sé que el cerezo florece cada año. Pero ese conocimiento no es más que una noción. En cambio, el hecho ante mí es un relámpago, un portento.

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La vida es eso que te dicen que va a pasar, y pasa.

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Cuando era muy joven me aprendía montones de palabras, por si acaso. Creía que un día podría necesitarlas, como esas precauciones que se meten en el equipaje para los viajes largos. Y como en los viajes, la mayoría nunca me hizo falta. 

Palabras inútiles y bellas: ampo, la blancura resplandeciente.

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Entre la tarde y la noche, las flores del cerezo refulgen en la oscuridad, como si estuviesen llenas de luz de día. Yo me voy hasta ahí y me quedo al lado, sin saber qué hacer con ello. Me quedo a su lado y miro.

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Me habría conformado con comprender la vida, cuando lo que hubiese querido es vivirla siempre. 

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Aquí a la derecha, en el blog, puse una acuarela nevada, Farm Pond. Lo que yo no sabía es que su pintor —Andrew Wyeth— es el mismo de El mundo de Cristina: una chica de espaldas en un campo pardo, arquetípicamente norteamericano; al fondo una casa de madera, un granero, un cobertizo; una loma suave que se eleva hasta formar el horizonte y Cristina ahí en el medio, en el centro de su mundo.

De pie en esta habitación, casi a oscuras, mirando hacia la terraza, de pronto se me ocurrió que estaba en el centro de mi propio cuadro: la luz en los pétalos del cerezo, la terraza en sombras cubierta de sámaras, las hojas de las plantas, las voces del vecindario, el cielo de Madrid que se apaga despacio como un cristal adormecido, el ordenador, la mesa, yo.

Primavera 1930

Rostro de mujer en blanco y negro

Una fotografía de Erwin Blumenfeld (1897-1969) en iainclaridge.net. Una primavera antigua.

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